Vidas de corta y pega
Nos referimos al goteo de noticias que denuncian las agresiones de hijos a padres, una conducta para la que muchos adolescentes han sido cuidadosamente preparados

No, no se trata de evocar las tensiones que Turguéniev recreó en la novela Padres e hijos, ni tampoco de releer la Carta al padre, de Kafka, para deshacer los nudos de un conflicto generacional e intentar sofocar los rencores. No, no se trata de eso. Es algo más llano, más soez e impugnable. Nos referimos al goteo de noticias que denuncian las agresiones de hijos a padres, que se intensifica a medida que en la conducta de muchos adolescentes –más violentos que rebeldes– aflora la estrategia para la que han sido cuidadosamente preparados: ser su propio proyecto, su finalidad. Buscan, y solo se hallan a sí mismos. No ven nada más. Que se denomine “síndrome del emperador” a este fenómeno dice mucho del problema, porque encarna la deriva del homo technicus, de la que ha hablado Giorgio Agamben en Lo abierto: un ser animalizado por la técnica.
Hegel fue quien se percató de que las guerras se habían transformado, de que los asaltos y las masacres eran fruto del cálculo, ya sin rencor ni pasiones. Vio que los soldados napoleónicos –precisamente los que estaban destinados a traernos una nueva época– disparaban sin odiar. Algo había cambiado. El frío, la aniquilación, la incapacidad de reconocerse en el otro. Eso es lo que sucede a este emperador doméstico cuando a bofetadas, y a veces cuchillo en mano, agrede a sus progenitores.
La agresividad contra la propia especie no solo revela un estadio mental primitivísimo, sino la aclimatación de nuestra especie a los vertederos. Las cifras: en 2007 se registraron 2.683 denuncias por agresiones filiales; en 2010, la relación asciende a 8.000. Desde ese 2007 hasta 2014 son más de 20.000 los procesos abiertos a raíz de las vejaciones y ataques, y eso que tan solo uno de cada diez padres se atreve a cursar la denuncia. Es un problema, sobre todo, de los países ricos, lo que confirma que sabemos administrar mejor las migas que el pan entero.
Agresores aislados en la new age de la tecnología, pertrechados en las más sutiles técnicas informáticas
Los especialistas en el comportamiento de estos emperadores, que sientan a sus padres en sillas bajas, como ocurre en la escena de El gran dictador, declaran que la mayor parte de los casos pertenecen a la clase media-alta; tienen entre 12 y 18 años, y son afables con sus colegas. No sorprende que, por lo común, sean hijos de padres indulgentes y permisivos, de esos que se niegan a reconocer que lo real es hermano del sacrificio y el esfuerzo. Las generaciones biempensantes y utópicas de los últimos decenios son un vivero para la floración de estas infancias y adolescencias de corta y pega, rodeadas de virtualidad y de mucha, mucha trampa y cartón. Esto no sería posible sin la connivencia de la escuela que, con unos planes de enseñanza, todavía deudores de una Ilustración rezagada y caprichosa, ha ayudado a desactivar minuciosamente la realidad como si se tratara de una bomba.
Agresores aislados en la new age de la tecnología, pertrechados en las más sutiles técnicas informáticas, consumidores de aplicaciones de última moda, juegan, juegan en las pantallas donde los golpes y la muerte, es decir, la eliminación del otro, son moneda corriente. Calzan zapatillas deportivas con unas suelas de geles de absorción y placas disipadoras de impacto, no fuera a resultarles el suelo demasiado duro. Y, de pronto, llegan a casa, abren la puerta, comen muy bien, meten a sus padres en la pantalla y pulsan.
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