‘Princess’
Su nombre, Princess, 9 años, está anotado en el libro de registros. ¿Cuántas más hay como ella? Quinta entrega del diario de viaje del periodista de la ONG, desplazado en el hospital Elwa3, donde se trata a enfermos de ébola en Monrovia, Liberia.
Hace unos días recibí un correo de una periodista de The New York Times; había estado en Monrovia en septiembre y necesitaba que le buscara un dato que le faltaba para completar su reportaje. Como no parecía urgente, lo apunté en el cuaderno de cosas pendientes y pensé que ya lo haría por la tarde, cuando tuviera un hueco.
Pero ya se sabe lo que suele ocurrir en estos casos: la multitarea me llevó a hacer otras cosas y, casi sin darme cuenta, fui dejando que aquella petición se acomodara poco a poco en algún rincón de mi olvido.
Pasaron los días y la redactora volvió a escribir. Estaba bastante molesta porque no le había contestado a aquel correo de días atrás. Y tenía toda la razón del mundo. Le pedí disculpas y le prometí que haría todo lo posible por encontrar el dato.
— Isaco, ¿tenemos un registro de los fallecidos en el que se especifique la fecha en la que murieron y su edad?
— Sí, claro que sí. En ese archivador, me responde el encargado del programa de salud mental.
El archivador estaba cerrado y la llave no estaba a la vista, pero encima de una de las mesas había un cuaderno azul. “Sí, ese es”, me dice. “Siéntate, ábrelo y busca el dato que necesitas”.
Así que saco el papel del bolsillo y reviso la información que me había pedido la periodista en su correo electrónico: ’Princess Kawa, de 9 años. Ingresó el 12 de septiembre junto a gran parte de su familia. Falleció algunos días más tarde, pero necesito saber la fecha exacta porque en nuestro periódico son muy rigurosos con la exactitud de los datos’.
Mientras leo el cuaderno siento que algo me pasa: tengo un nudo en el estómago y apenas logro contener las lágrimas
Abro el cuaderno por una de las primeras páginas y de inmediato me asalta a los ojos una cantidad abrumadora de nombres, fechas y edades, escritos con bolígrafos de distintos colores y por varias personas diferentes. Si efectivamente todos los fallecidos están anotados, tendré que buscar entre más de 700 registros. En apenas tres meses. Lo repito varias veces todos los días porque es una de las cosas que siempre me preguntan los periodistas, pero hasta ese momento, hasta que abrí el cuaderno azul, para mí, en el fondo, solo suponía un número más de los muchos que memorizo para luego repetirlos uno tras otro.
Mientras leo el cuaderno, siento que algo me pasa: tengo un nudo en el estómago y me doy cuenta que a duras penas logro contener las lágrimas. Paso una a una las hojas, deteniéndome absorto en cada una de las líneas como si de pronto fuera presa de una enorme falta de fuerza de voluntad; escuchando en mi mente el eco de cada nombre, su edad, la fecha de ingreso, la de su muerte, el nombre y contacto del familiar al que se ha comunicado el fallecimiento. ¿Dónde estás Princess?, no te encuentro. Paso despacio las páginas, tratando de no llegar nunca al 12 de septiembre, topándome con familias enteras en las que todos sus miembros han fallecido, uno tras otro, en un mismo día o en días sucesivos.
Me siento mal: es como si estuviera mirando las lápidas de un cementerio, tratando de buscar los lazos que unen a las distintas personas que comparten un mismo panteón y buscando coincidencias en las fechas para tratar de imaginar qué pudo pasar aquel día para que tanta gente muriera. La diferencia es que aquí no hace falta buscar coincidencias: todas las muertes se deben a la misma enfermedad y casi todas las víctimas tienen alguna relación entre sí. Princess, de 13 años, Princess, de 22, Prince, de tan sólo 8… decenas de Princess y Prince, pero ninguno coincide con la que busca The New York Times.
Unos minutos después, por fin aparece: Princess Kawa, 9 años. Fecha de ingreso: 12 de septiembre. Fecha de fallecimiento: 15 de septiembre. Tan sólo tres días después. A su lado hay varios Kawas más, pero ya no tengo ánimos para seguir mirando sus edades.
Fernando G. Calero es periodista y trabaja en Médicos Sin Fronteras. Escribe este relato desde el Elwa 3, el centro para pacientes de Ébola de MSF en Monrovia, Liberia.
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