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La capital mundial de las dinastías familiares

Hace un año, el tifón Haiyan arrasó Filipinas dejando más de 6.300 muertos a su paso y un rastro de devastación apocalíptica. La isla de Leyte se llevó la peor parte. Viajamos hasta allí para conocer cómo los enfrentamientos entre clanes que se reparten el poder dificultan la reconstrucción.

Patricia R. Blanco
Escena en Tacloban, capital económica de la isla de Leyte, una de las zonas más afectadas por el tifón Haiyan que hace un año arrasó Filipinas.
Escena en Tacloban, capital económica de la isla de Leyte, una de las zonas más afectadas por el tifón Haiyan que hace un año arrasó Filipinas.Julián Rojas

Dos dinastías políticas enfrentadas, los Romuáldez y los Aquino. Y una víctima, los ciudadanos de la isla filipina de Leyte, devastada por el tifón Haiyan el 8 de noviembre de 2013, el ciclón que con más intensidad ha tocado tierra en la historia de todos los tifones. Más de 6.300 personas murieron ahogadas o aplastadas entre las ruinas de sus casas. Un año después, en un país que en 2013 vio su PIB aumentado en un 7,2%, la inversión del Gobierno central en Tacloban (220.000 habitantes), la capital económica de la isla, se ha reducido a paliativos para reparar los daños en los edificios oficiales mientras la población sobrevive gracias a las ayudas de las ONG. Todo por la enemistad de dos clanes de los 178 que se reparten el poder en un país de más de 98 millones de habitantes: los Aquino, que capitanean el Gobierno, y los Romuáldez, que reinan en Tacloban.

Como si de una tragedia shakespeariana se tratara, el secretario filipino de Interior y Gobierno local, Manuel, Mar, Roxas, sólo necesitó una frase para dejar claro que se antojaban utópicas las ayudas que el alcalde de Tacloban, Alfred Romuáldez, demandaba al presidente filipino, Benigno Aquino III, para reconstruir lo que el tifón había dejado de su ciudad. “Tú eres un Romuáldez y el presidente es un Aquino”, sentenció Roxas en una reunión.

La enemistad entre clanes ha provocado que la inversión del gobierno en Tacloban se haya reducido a paliativos

Aunque la frase trascendió a la prensa filipina, Roxas no se esforzó en desmentirla. Todos en Filipinas conocen la rivalidad entre los Romuáldez, la saga familiar de Imelda Marcos –Romuáldez de soltera–, esposa del dictador filipino Ferdinand Marcos y tía del alcalde de Tacloban, y los Aquino, que levantaron de la silla al tirano y dirigieron el primer Gobierno democrático del país con Corazón, Cory, Aquino, madre del actual presidente, al frente. Primera mujer proclamada jefe de Estado en un país asiático, comenzó su ascensión política después de que su esposo, Benigno Aquino Jr., el principal opositor a los Marcos, fuera asesinado tras regresar de un exilio de tres años, en el mismo aeropuerto en el que aterrizó, en un complot sobre el que siempre sobrevoló la sombra de Ferdinand Marcos.

Tacloban es aún el refugio de los Romuáldez. Aquí sobrevive la casa familiar, convertida en museo por Imelda Marcos. Desde el paso de Haiyan, el museo permanece cerrado, con las vidrieras aún sin reparar. A pesar de los daños, sobresale junto a los edificios oficiales y las iglesias –Filipinas tiene más de 70 millones de católicos– entre las chabolas predominantes. Cualquier habitante del municipio sabe que allí se crio la mujer con la mayor colección conocida de zapatos en el país. Aunque su apodo en la ciudad, Rosa de Tacloban, no le viene por el calzado sino por ser la vencedora de un concurso de belleza en su juventud. “Desde el tifón no ha regresado, pero ella nos ayuda en silencio”, asegura Bernardita Valenzuela, asesora del alcalde y amiga de la infancia de Imelda Marcos.

Antonia Coretana, de 91 años, la mujer que asegura ser la más anciana del barangay (barrio) de Anibong, en Tacloban, ha vuelto a levantar su casa con la ayuda de sus hijos y nietos, tal y como era antes del tifón Haiyan: cuatro paredes alzadas con trozos de madera y chapa y una fina plancha de metal a modo de techo. Y en el mismo lugar: muy cerca del mar, y ahora de dos barcos encallados en la tierra, que supuran óxido mientras esperan a que alguien los despiece. El Gobierno local ha prohibido reconstruir en esa zona por el peligro a los tifones que cada año golpean la isla entre octubre y noviembre. Sin embargo, a ese lugar han regresado las cientos de familias que lo habitaban y en sus calles de tierra, cubiertas de desechos, vuelve a jugar Princess Scarlett, de cinco años, con sus amigos. Antonia Coretana no tiene otro sitio donde ir. “Me han prometido una casa nueva, pero todavía no me la han dado”.

El paisaje devastador tras el paso del tifón Haiyan permanece un año después de la catástrofe, como atestigua la imagen superior.
El paisaje devastador tras el paso del tifón Haiyan permanece un año después de la catástrofe, como atestigua la imagen superior.Julián Rojas

Sí se muestra muy enfadada, en cambio, Bernardita Valenzuela. “El Gobierno central nos ha dicho que tiene planes para construir 45.000 casas nuevas, pero desde la Secretaría de Presupuestos nos acaban de anunciar que la cantidad necesaria no ha sido incluida ni en el presupuesto de este año ni en el del siguiente”. “Pero la realidad”, continúa la asesora del alcalde aún con más vigor a pesar de sus 85 años, los mismos que su amiga Imelda Marcos, “es que necesitamos esa ayuda; tenemos a mucha gente viviendo todavía en tiendas”.

El alcalde de Tacloban, Alfred Romuáldez, prefiere no “buscar excusas en las rivalidades familiares” con los Aquino y encontrar soluciones para ayudar a su ciudad. Pero sí quiere explicar por qué los 200 millones de pesos filipinos (3,5 millones de euros) que ha recibido del Gobierno de Aquino no los ha invertido en mejorar la vida de sus conciudadanos: “Por ley, no los puedo utilizar para construir nuevos alojamientos, que es nuestra prioridad, sino para reconstruir los edificios oficiales dañados. No me dejan alternativa”. Es casi la misma cantidad que el Gobierno de Aquino sí invirtió, en cambio, en la provincia de Albay sólo para evacuar a la población ante el aviso de otro tifón, apunta Romuáldez en alusión a los datos desvelados por la prensa.

El gobernador de Albay, Joey Salceda, fue compañero de clase de Benigno Aquino III en la universidad. Buena conocedora de la importancia de los clanes, Bernardita Valenzuela asegura que trata de convencer a Alfred Romuáldez para que presente su candidatura al Senado. “Si tenemos un senador de Tacloban, favorecerá a su región”, explica sonriente.

Sobre el papel, el gobierno central pone mucho dinero, pero en la práctica ese dinero no llega”

En el barangay de Yolanda Village, rebautizado con este nombre tras el paso del tifón Haiyan, al que los filipinos prefieren llamar Yolanda, Rishelle saca agua de un pozo, a menos de 10 metros de uno de los barcos que ahora están anclados en una tierra teñida de herrumbre y a menos de 20 metros de un mar lleno de basura. “Mis hijos solo comen una vez al día”, lamenta. El gallo que tienen atado con una cuerda parece comer más. Rishelle quiere llevar a su familia a vivir a otro lugar, lejos del mar que hace un año engulló su casa. “El Gobierno dice que van a construirnos nuevas casas, pero no pueden darnos unas fechas”, explican las dos jefas del barangay, Elvira Zeta y Arlene Ibáñez. Sólo algunos cientos de familias ya han sido trasladadas a cabañas provisionales en el interior de la isla, lejos del centro urbano de Tacloban y lejos del mar, del que vivían casi todas. Como Ruby Agustín, que con cuatro hijos sobrevive ahora vendiendo “agua de coco”. Pero su marido, antes pescador, ahora no tiene dónde trabajar.

“Sobre el papel, el Gobierno central pone mucho dinero, pero en la práctica, ese dinero no llega”, explica una asesora de Unicef, que junto a la Obra Social La Caixa, de la que recibió ayuda económica para trabajar en la recuperación de la zona tras el tifón, ha organizado un viaje para un grupo de periodistas entre los que se encuentra El País Semanal. “Lo que ha hecho Haiyan es magnificar los problemas sistemáticos de pobreza que ya existían en la zona”. En el barangay de Pampango, Rodalyn Patenio es una de las pocas personas que vive mejor de lo que vivía antes de la catástrofe. Ha abierto una tienda en su casa de madera y chapa gracias a un préstamo de Unicef, de 100 dólares durante seis meses. “Hay 10.000 casas beneficiadas, pero como el dinero era para volver a la vida anterior a Haiyan, que ya era de mucha pobreza, se ha necesitado poco dinero, ocho millones de dólares”, explica Betty Kweyni, trabajadora de la ONG en el lugar.

El Center for People Empowerment in Governance (CenPEG), un think tank filipino de análisis político, denuncia que parte de esa pobreza sistémica en gran parte del país, obedece al monopolio de las dinastías políticas. Un total, según sus cálculos, de 178 familias que se reparten el poder en Filipinas y que ocupan casi el 70% de los escaños del Congreso y el 80% de los del Senado. De esos 178 clanes, 100 son “antiguas élites” de la época colonial y 78, “nueva élites” surgidas en 1986, tras la caída del dictador Ferdinand Marcos. “Son las mismas élites que controlan los recursos económicos del país”, denuncia Bobby Tuazon, director del centro y profesor de la Universidad de Filipinas.

Escena en Tacloban, capital económica de la isla de Leyte, una de las zonas más afectadas por el tifón Haiyan que hace un año arrasó Filipinas.
Escena en Tacloban, capital económica de la isla de Leyte, una de las zonas más afectadas por el tifón Haiyan que hace un año arrasó Filipinas.Julián Rojas

Según el CenPEG, en las elecciones parciales celebradas en mayo de 2013, las dinastías aumentaron el número de miembros que atesoran poder. Los Binay, clan del vicepresidente filipino, Jejomar Cabauatan Binay, lograron un nuevo escaño en el Senado y otro en el Congreso. Y los Singson, poderosos en Illocos Sur, ganaron los nueve puestos a los que concurrían, incluyendo dos diputados y un gobernador. Y los Ortegas consiguieron colocar en el Congreso a uno más de sus miembros. Y los Pineda. Y los Espina. Y los Dimaporo. Y así, hasta más de un centenar de poderosas familias.

Pero en un archipiélago de más de 7.000 islas y más de 98 millones de habitantes, los conflictos entre dinastías políticas no son el único problema: las islas más pequeñas pasan inadvertidas. Basey (1.576 habitantes), en la provincia de Samar, quedó prácticamente bajo el agua durante una hora tras el tifón Haiyan. “Murieron 55 personas, entre ellas, 5 niños, y otras 16 desparecieron”, recuerda entre lágrimas Virgilio Labuac, el director de la única escuela del lugar. Sin embargo, Haiyan puso también Basey en el mapa. Si no para el Gobierno central, sí para las ONG. En 1912 hubo en Basey un tifón similar. “Lo supimos porque los más mayores lo aprendieron de sus padres”, señala el maestro. Ahora, solo tiene la esperanza de que no pasen 101 años para volver a “estar en el mapa”.

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Sobre la firma

Patricia R. Blanco
Periodista de EL PAÍS desde 2007, trabaja en la sección de Internacional. Está especializada en desinformación y en mundo árabe y musulmán. Es licenciada en Periodismo con Premio Extraordinario de Licenciatura y máster en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid.

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