Una mezquita para homosexuales y mujeres
Por qué en un templo islámico de Sudáfrica se alaba a Dios sin que importe el sexo ni la fe
Ese odio, esa ira ciega, ese desprecio en la mirada. Hajirah Mahomed, de 47 años, no puede olvidar los rostros de los hombres. Delante de la entrada de la mezquita se habían congregado dos docenas de musulmanes conservadores profiriendo las peores imprecaciones.
Habían venido para impedir que se inaugurase la mezquita abierta del barrio de Wynberg de Ciudad del Cabo, la primera mezquita libre de Sudáfrica, un lugar de culto en el que hay sitio para todos: hombres y mujeres, chiís y suníes, homosexuales, cristianos y otros “infieles”.
A ojos de los manifestantes algo así es una herejía, y por eso amenazaban con castrar a Taj Hargey, el fundador de la mezquita nacido en Wynberg que dirige un instituto de estudios islámicos en Oxford, Reino Unido, además de ser un imán indiscutido y un reformador de la fe. Hace años que Hargey lucha por un islam ilustrado. En una época en la que su religión es atacada en todo el mundo y en la que se le hace responsable de actos terroristas y atroces, quería enviar una señal. El 19 de septiembre inauguró la mezquita abierta en la calle Lester, número 4, de Wynberg. Los enemigos de Hargey advirtieron de que la harían saltar por los aires.
El imán ya había recibido antes repetidas amenazas de muerte, refiere Mahomed, una de las cuatro mujeres que ocupan un puesto en la junta de la mezquita, compuesta por nueve miembros. También a ella la amenazaron. “Habíamos contratado guardaespaldas, pero yo no tenía miedo. Si tienes miedo es que los fundamentalistas han logrado tener poder sobre ti”.
Hajirah Mahomed lleva una americana gris claro con una blusa violeta y el cabello negro descubierto. Va maquillada discretamente y hace ya muchos años que se quitó el velo. “Muéstreme en qué lugar del Corán dice que haya que llevar hiyab o nicab”.
Ha estudiado psicología y cocina, y desde hace cinco años trabaja para Helen Zille, primera ministra de la provincia de Cabo Occidental. Organiza actos y recepciones en su casa. Está casada con un musulmán liberal, con el que tiene tres hijos. Asegura estar convencida de que es posible reformar el islam. “Pero la oposición de los clérigos ortodoxos es grande, porque sienten su poder amenazado”, puntualiza.
Desde fuera, la mezquita abierta tiene un aspecto de lo más discreto. La fachada es de color verde pálido, las ventanas tienen rejas y no hay alminar. La sala de la oración también es sencilla. Se trata de una habitación con las paredes pintadas de verde claro, el suelo de cemento cubierto por una alfombra azul oscuro con arabescos, y versículos del Corán en las paredes. El minbar, el púlpito del predicador, está hecho de contrachapado. "Esto era antes un taller mecánico. Ahora es la casa de Dios”, explica Mahomed, que creció en una familia fiel a la ortodoxia, permanentemente intimidada por Dios y siempre temerosa de hacer algo incorrecto. Con ellos no puede hablar de la mezquita abierta; es un tema tabú. Sus hermanas no se atreven a pasar por aquí.
Como todos los martes por la tarde, ha reunido a un pequeño grupo para estudiar el Corán conjuntamente. Entre los asistentes hay un judío y una cristiana. Hay que tener valor para participar en estos encuentros, ya que puede provocar el rechazo o incluso la expulsión de la propia comunidad, y nadie está seguro de que no vaya a haber nuevos atentados.
Solo en octubre se produjeron dos ataques a la mezquita. Entonces, unos enemigos de los “traidores a la fe” se lanzaron con un todoterreno a través de la entrada principal. Aún son visibles las huellas en la puerta metálica. Y la noche anterior al Eid al Adha, la fiesta del Sacrificio, unos desconocidos intentaron prender fuego al edificio. Según la tradición, la apertura de la festividad mayor del Islam está reservada exclusivamente a los hombres. Es del todo impensable que una mujer pronuncie la oración; pero eso fue precisamente lo que hizo Mahomed, algo que, al parecer, ninguna mujer había hecho antes. Una provocación.
Jamás ha entendido, insiste, por qué motivo las mujeres y los hombres no deberían rezar juntos. Siendo niña ya hacía preguntas. ¿Por qué solo se nos permite entrar a la mezquita por la puerta trasera? ¿Por qué razón tenemos que ser siempre invisibles? ¿Acaso somos inferiores? Sin embargo, nadie quería responderle. "¡Calla! ¡Acepta las normas sagradas!", le contestaban en la escuela coránica, a la que debía asistir cinco días a la semana.
“Era una enseñanza sin sentido. Las clases eran en árabe, y no entendíamos nada”. Únicamente se trataba, asegura, de adoctrinar a las niñas y hacer de ellas musulmanas sumisas. Cuando habla de esa época, todavía le invade el resentimiento. Más tarde, hace algunos años, conoció al reformador Taj Hargey, que le dio soluciones como, por ejemplo: “Sigue el islam, y no a los musulmanes”.
Hajirah Mahomed defiende que hay que empezar la reforma por Ciudad del Cabo, que es liberal, y no por Kabul. Con todo, a veces aquí hay otros obstáculos. Poco después de su apertura, la administración municipal cerró la mezquita durante varios días. La razón era que no había bastantes plazas de aparcamiento para los que acudían a ella.
© 2014 Der Spiegel. Distribuido por The New York Times Syndicate
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