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CORREO

Agrandar el foso

"Olvidarse de El Príncipe y decir que se arreglen entre ellos sólo alimenta la marginación y las ganas de agrandar el foso"

Carta de la semana: Agrandar el foso

Sigo la serie de televisión El Príncipe y debo reconocer que fue la primera noticia que tuve sobre esa barriada de Ceuta, un lugar de una ciudad española que debería contar con las mismas leyes, reglas y posibilidades que cualquier otro rincón de nuestro país. Del reportaje de Jesús Rodríguez (El corazón del Príncipe, 26-10-2014) se desprende que ese deseo es una quimera. Que en el barrio campan a sus anchas todos los que se saltan las normas, da igual que sean urbanísticas, sobre narcotráfico, sobre libertad religiosa o personal. En un lugar así, que con sus diferencias, también se da en otras zonas de España, intervenir con mejoras en la vida y la educación de quienes lo habitan es la única solución para conseguir resultados a largo plazo. Olvidarles y decir que se arreglen entre ellos, como hacen muchos de los lectores que han dejado comentarios sobre este artículo en la web de EL PAÍS, sólo alimenta la marginación, el resquemor y las ganas de agrandar el foso que separa este barrio de la posibilidad de elegir entre lo que tiene ahora y un futuro mejor y más libre.

Paula González. Correo electrónico

La “inocente” Red

Una vez más Paco Roca nos invita, esta vez con el comic Una odisea en la Red (26-10-2014), no sólo a esbozar una sonrisa divertida sobre hechos “cómicos” en el uso de la Red, sino a reflexionar sobre ese fenómeno tecnosocial que es Internet. Parece que los humanos estamos, en principio, más predispuestos a manejar los nuevos artefactos que la tecnología nos ofrece que a reflexionar sobre sus implicaciones en nuestras vidas: cómo modifican nuestros comportamientos cotidianos, nuestra sociabilidad, nuestra forma de producir y de consumir, la organización de nuestro tiempo, etcétera.

Paco Roca hace hincapié en una de las características más preocupantes de la Red, la de la trazabilidad, que no es otra cosa que la huella “indeleble” que se deja cada vez que se transita por ella, y, lo que es peor, la falta de control que cada individuo tiene sobre su propia huella, que sin embargo sí es controlada por las empresas “dueñas” de Internet. Es evidente que esa pérdida de control de las personas sobre su huella de tránsito por la Red, para pasar a manos de terceros, es una clara falta de libertad individual y de intromisión en la vida de las personas, algo que responde, por encima de cualquier otro motivo, a un fin claramente lucrativo comercial con todo lo que esto conlleva de alienación y control de la vida de las personas. Este control antidemocrático es especialmente hiriente porque esta anomalía no tiene su justificación en la tecnología, sino en el negocio que representa para estas grandes corporaciones que colonizan la Red, unido a la debilidad política de los Gobiernos frente a estas corporaciones.

Horacio Torvisco. Alcobendas (Madrid)

Pesimismo español

El último escándalo de corrupción en España ha sido el de las tarjetas opacas de Caja Madrid. La cantidad no es importante. Algo más de 15 millones de euros gastados por 84 consejeros y ejecutivos durante ocho años es algo más de 2.000 euros al mes por persona y año. Una ayudita, un pequeño sobresueldo en un país que ha necesitado decenas de miles de millones de euros para sanear un sistema financiero que se había permitido todos los excesos imaginables.

Lo hiriente del asunto no es pues la cantidad, sino el hecho de que las tarjetas fueran opacas al fisco. Y eso, entre presidentes que vienen de la Inspección de Hacienda o de –ahí es nada– la dirección del FMI. Este episodio, sumado al de los papeles de Bárcenas, al Gürtel y otros casos menores, hace ver un trasfondo de corruptela generalizada que, como denuncian los columnistas de El País Semanal, escandaliza a la opinión pública de un país que ha vivido un deterioro de su nivel de vida en los últimos años, que tiene que soportar unos números de paro insoportables y, sobre todo, que ha condenado a toda una generación, la de nuestros jóvenes, a una perspectiva de no futuro, que o bien los ha hecho expatriar de manera forzosa o los tiene en situaciones laborales precarias en términos de salario y eventualidad que les hace imposible planificar un futuro familiar, con el riesgo colectivo que ello conlleva.

Pero siendo esto cierto, ¿hay algo positivo en este panorama? Creo que sí. En primer lugar, este país no es un país corrupto; o no en todos sus estratos. Tenemos una función pública que no funciona con esos parámetros. No se nos ocurre pasar un billete de 50 euros junto con el carné al ser requerido éste por un guardia civil con tal de evitar una multa, ni siempre pensamos en dar una mordida al funcionario de turno en una ventanilla de la Administración para acelerar el proceso de un expediente o saltarse una lista de espera en la Sanidad por ese procedimiento. Ocurre en otros países, pero afortunadamente no en el nuestro.

Por otro lado, el hecho de que estos escándalos salgan a la luz significa que los controles contra la corrupción funcionan; tarde, tal vez; con contundencia atenuada, quizá; pero llegan. Felicitémonos por ello, y no sólo nos flagelemos por lo contrario.

Ah, y sería una buena idea que se tratara periodísticamente más el papel de los cuatro consejeros que no hicieron uso de sus tarjetas. Apenas conocemos su nombre y circunstancias.

Román Rubio. Correo electrónico


Hay casos y casos

Llevaba tiempo sin leer a Javier Marías, pero hace unos meses volví a caer en sus redes, empujado por mi descontento con la clase política y seducido por sus artículos críticos contra casi todos los mandatarios de estos tiempos, ya sean locales, autonómicos, estatales, europeos o mundiales. Incluso la “gigantesca y espantosa” rana instalada por el Gran Casino de Madrid en el paseo de Recoletos se llevó su reprimenda. Estaba de acuerdo con él en todo lo que escribía y, en ocasiones, sus argumentos derrotaban a los míos. Pero no comparto el artículo publicado en El País Semanal del 5 de octubre de 2014 bajo el título Aventuras criminales, en el que denuncia que “el Estado no tiene por qué pagar una suma millonaria para liberar a algunas personas de terroristas, ni otros individuos jugarse el cuello para sacarlas de la cueva en la que se han metido o del risco al que han trepado”, ya que considera que se debe a actuaciones irresponsables. No se puede generalizar y no se puede meter a todo el mundo en el mismo saco. Hay casos y casos.

No seré yo quien defienda el pago de rescates a grupos terroristas, ni el traslado de infectados de ébola a nuestras tierras con el peligro que conlleva. Pero en estos supuestos, las víctimas no son culpables de lo que ha pasado. En muchos casos, su única irresponsabilidad es que se encontraban trabajando en zonas de riesgo y luchando, cada uno con sus armas, contra Gobiernos autoritarios. Y estoy convencido de que las cooperantes de Médicos sin Fronteras, Montserrat Serra y Blanca Thiebau, al igual que los periodistas Marc Marginedas, Javier Espinosa y Ricard García Vilanova –por citar a los últimos liberados de las garras de Al Qaeda y Al Shabab– ya están sufriendo bastante castigo como para responsabilizarse de haber recuperado la libertad.

Sergio Sánchez Barreda. Madrid

¿Dónde quedan las estrellas?

Se me saltaban las lágrimas leyendo a Rosa Montero en su artículo De los astronautas a las sanguijuelas (12-10-2004), ¡qué recuerdo el del Sputnik sobrevolando nuestras cabezas el 4 de octubre de 1957! Caramba, ¡han pasado ya 57 años! En mi caso, tenía 12 años cuando aquello sucedió, y fueron mis padres los que se colgaron de mi mano, pues hube de convencerlos para salir a ver aquel minúsculo puntito brillante surcar el cielo. Y mi padre soltó un bufido y dijo: “Nada del otro mundo”.

¡Increíble! ¡Yo estaba alucinada! Y sí, desde entonces aprendí a ver el cielo de otra manera. El cielo, señora Montero, fue nuestro. El cielo ya no era algo impensable, era sólo un lugar al que costaba un poco más llegar, pero accesible al fin y al cabo. Y la Luna, y las estrellas. ¿No recuerda usted aquel reportaje de RTVE: “¡La luna ya está en el bote!”?

Yo ahora, como usted señora Montero, veo el mundo en el que vivimos y pienso: ¿en qué momento dejamos de soñar? ¿Acaso una vez tocamos las estrellas, perdimos el interés? Parece que los niños ya no quieren ser astronautas y prefieren profesiones más terrenales. Ahora la gente oye hablar de la carrera espacial y, como mi padre, bufan: “Nada del otro mundo”.

Luisa Flores. Alicante

Impresionismo mental

Es muy interesante la reflexión que hace Javier Marías en su artículo Por qué no están en el manicomio. Se asombra de la capacidad de la gente para tragarse mentiras y para dejarse convencer incluso de que no es cierto lo que ve, y a la vez denuncia la manipulación de los mensajes de los medios. Entiendo su alarma y su sorpresa, y me atrevería a ofrecerle una explicación.

Da la sensación de que la gente ya no tiene tiempo ni ganas de pensar, y para que pueda digerir cualquier pensamiento hay que dárselo un poco masticado, como si su capacidad de razonar estuviese medio atrofiada. Lo que cuenta no son los atributos de una cosa, sino el entusiasmo y la energía de quien te la vende, de las ganas que le ponga, de que se lo crea mucho. Nadie escucha la letra de la canción, solo se deja llevar por la música. Así, un ministro de Fomento admite que se retrasará la inauguración de una línea de AVE, pero niega tajantemente que se incumplan los plazos; un presidente de Gobierno cree que basta con asegurar con convicción que no hay una crisis para que la población se tranquilice, y un acusado de corrupción, a pesar de las pruebas en su contra, sabe que puede defenderse si lo niega todo con la suficiente firmeza e indignación.

Hoy día, lo que vale no es lo que dices, lo que eres o lo que sabes, sino lo que transmites.

J. Tapia-Ruano. Barcelona

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