La dignidad que echamos de menos
Faltaban minutos para las ocho de la mañana. Caminaba algo distraído hacia mi trabajo cuando tras los cristales de un cajero de una entidad bancaria veo a un joven negro arrodillado en el suelo. Tenía recogidas sus escasas pertenencias. Con su mano limpiaba el suelo de las migajas de un frugal desayuno y de la suciedad de su refugio nocturno. Con la mano hueca barría el suelo despacio, con cuidado y esmero. Así había visto yo de niño que muchos hombres y mujeres, ennegrecidos por el sol, recogían hasta los últimos granos de la parva, después de una dura jornada de trilla. En el gesto de ese joven, probablemente un inmigrante sin papeles (me niego a calificarlo de ilegal), había y hay más dignidad que en todos los directivos y consejeros de todas las cajas, bancos y empresas —públicas y privadas— limpiadas a manos llenas hasta la ruina y bancarrota por ignorancia, por falta de profesionalidad o por avaricia. Lo descrito no es un relato de ficción. Ocurrió así en Zaragoza este 31 de octubre. Yo lo vi.— Joaquín Fernández Cacho.
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