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Tribuna
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Cómo hemos llegado a esto

Caímos en la ingenuidad de que toda persona elegida es insobornable

Los casos de corrupción que están aflorando, y que llegan a niveles difícilmente soportables socialmente, son la consecuencia de los fallos institucionales que se han ido generando desde el comienzo de la democracia en España. Si además de perseguir implacablemente a los corruptos no combatimos las causas que los hicieron posibles, no serán suficientes muchos más policías y jueces para acabar con ella.

La ilusión que generó la caída del franquismo y la conquista de las libertades nos hizo caer en la ingenuidad de que toda persona elegida era insobornable, que la transparencia y la libertad de prensa eran suficientes para hacer inviable la corrupción, y que los representantes públicos tenían que tener un poder omnímodo, sin que ningún funcionario, que al fin y al cabo nadie lo había elegido, pudiera corregirle su actuación.

La democracia acabó con el burocratismo de la dictadura, pero sin que tuviésemos claro cuál debía ser el nuevo modelo. Deslumbrados por la supuesta eficiencia empresarial, pensábamos que era posible sustituir el derecho administrativo por el derecho privado. En la lucha por hacer una Administración más ágil, eliminamos todo tipo de controles, que siempre hacen más lenta la marcha de la Administración.

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Nos olvidamos de que en todas las democracias europeas, con muchos más años de experiencia y tradición, la Administración tiene un alto grado de profesionalidad, e independencia de los políticos, y está sometida a estrictos controles, aunque la hagan más lenta. En España, además, los políticos invadieron, en muchos casos, funciones que deberían ser funcionariales, y, otras veces, se puso en la Administración a gente sumisa, poco profesional e incluso contratada de forma turbia.

La democracia acabó con el burocratismo de la dictadura, pero sin que tuviésemos claro cuál debía ser el nuevo modelo

Sólo se puede acabar con el problema abordándolo de una forma global; no hay una fórmula mágica que lo resuelva en un santiamén. Hay que tener en cuenta, además, que una Administración pública se construye a lo largo de muchos años, y que llevará tiempo el que las cosas vuelvan a su cauce; pero sólo si se establece un plan, con un conjunto amplio de medidas, se puede llegar a buen puerto.

Habría que comenzar por la composición del Tribunal de Cuentas, y de los Consejos de Cuentas de las comunidades autónomas; para ser magistrado del Tribunal Constitucional a nadie se le ocurriría proponer a una persona sin conocimientos jurídicos, pero para ser consejero de Cuentas bastaría con ser cuñado de un ministro. El funcionamiento del Tribunal también debería cambiar; la primera medida sería imponer multas económicas a las autoridades que no presenten cuentas o lo hagan con graves irregularidades; es inconcebible que haya Ayuntamientos que no rindan cuentas.

Los problemas que genera la contratación administrativa darían para varios artículos. Baste señalar que los concursos se resuelven por unas valoraciones técnicas, que, como si se tratase de la nota de un examen, no dan ninguna explicación del porqué de esa puntuación; haciendo posible cualquier arbitrariedad. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha condenado repetidamente al Estado español, por incumplir, en la contratación, los principios de transparencia e igualdad de trato; sin que nadie se diera por aludido. Cuando la adjudicación es mediante subasta, es habitual presentar ofertas irrealizables y, cuando la obra está iniciada, presionar a la Administración, amenazándola de paralizarla si no se le aprueban modificados que compensen las bajas anteriores.

El instrumento fundamental de control en la obra pública es el proyecto; en España se escatima en la redacción de los proyectos y luego lo pagamos multiplicado por varios dígitos en la ejecución de la obra. Además de la falta de control, un mal proyecto lleva a obras mal ejecutadas y a modificados, también sin control, que la hacen mucho más cara. Todo ello sin tener en cuenta los concursos de proyecto y obra, que son el deseo de todo contratista, que hacen la obra mucho más cara; y todo para engañar en la cifra del déficit público. Deberían estar prohibidos, salvo en las obras de emergencia.

Hay que mejorar la profesionalización de la función pública, impidiendo la contratación sin convocatoria pública, y con un tribunal independiente; tomando medidas contra la práctica de la contratación de interinos a dedo, que luego se convierten en funcionarios mediante oposición restringida, o los tribunales formados por personal afecto al que contrata. Además, debe haber un canal fluido de comunicación de los técnicos con el Tribunal y Consejos de Cuentas, para que conozcan de forma rápida los expedientes que fueron tramitados con reparos.

Como se puede ver, la labor que queda es ingente. Pero también hay que señalar la paradoja que, en plena oleada de escándalos, como consecuencia de la crisis, ha habido una enorme reducción del personal dedicado en las distintas Administraciones Públicas a tareas de control del gasto y auditoría pública. Como diría algún círculo de empresarios: son trabajadores improductivos.

Francisco López Peña es doctor en Ciencias Económicas y pertenece al Cuerpo de Interventores y Auditores del Estado.

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