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Columna
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Los bárbaros

El cristianismo primitivo enroló entre sus seguidores a delincuentes y personajes marginales

Rosa Montero

Al parecer, el terrorista del Parlamento de Ottawa y el que se lio a hachazos con unos policías en Nueva York eran tipos conflictivos y marginales, carne de cárcel, desde antes de que se convirtieran al islam, o eso repite la prensa norteamericana. No lo dudo. A decir verdad, me parece lógico. También el cristianismo primitivo enroló entre sus seguidores a delincuentes y personajes marginales. Una fe heterodoxa, ardiente y nueva es el refugio perfecto para el desequilibrio y la soledad de todos esos lúmpenes furiosos. Con el agravante de que los islamistas avivan su delirio de violencia y les ordenan matar, cosa que el cristianismo no hacía. Todos los inadaptados de Occidente, que son legión (y algo habremos hecho mal para que sea así), son presa fácil de ese viento de fuego. Qué sensación de formidable colapso social. Las imágenes de los parlamentarios canadienses parapetados tras una barricada de sillones contra la puerta me recordaron la toma de Roma por los galos. Lo cuenta Plutarco: derrotadas las legiones, los romanos huyeron despavoridos. Todos menos los senadores, que vistieron de gala, sacaron los sillones de marfil a la plaza y se pusieron a esperar la llegada de los bárbaros. Imagino el silencio de las calles vacías, la lentitud de las horas, el bramido de las hordas al entrar por fin en la ciudad. Degollaron a los senadores, por supuesto. Fue en el siglo IV antes de Cristo, mucho antes del final del Imperio Romano. ¿Y por qué terminó cayendo un milenio después? Por la corrupción, por la falta de fe en las instituciones y en el sistema, porque ya nadie se identificaba con Roma, porque los senadores ya no estaban dispuestos a morir por una idea y preferían poner barricadas contra la puerta. Ah, sí. Vienen los bárbaros.

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