¿Es democrático el derecho a decidir?
Si el independentismo triunfara una parte de la ciudadanía resultaría perjudicada
Uno de los aspectos que más llaman la atención en la crisis territorial es la asunción acrítica y casi automática de la izquierda del famoso derecho a decidir. Toda la izquierda catalana y buena parte de la española ha sancionado como justo y necesario el recurso al referéndum para dirimir la cuestión catalana, como si fuera expresión de una democracia quintaesenciada que sólo orates antediluvianos son incapaces de sentir y apreciar. Cuanto más a la izquierda más claro parece el asunto, y así comprobamos que en su página 31 el programa de Podemos zanja la cuestión en una línea. Esta: “Reconocimiento del derecho de los distintos pueblos de Europa a constituirse como tales y decidir democráticamente su futuro”. Esto es, el derecho a decidir como algo autoevidente, que no necesita explicarse ni justificarse. La Tierra gira, el agua moja y los pueblos pueden decidir. Sin embargo, no deja de sorprender la facilidad con la que se asume un principio cuya aplicación cabal a los distintos pueblos de Españapodría devolver a la península Ibérica a su estado de fragmentación política del siglo XIII, y no digamos a Europa, liando de nuevo la madeja de jurisdicciones privativas que con tanta paciencia y sobresalto la modernidad ha devanado y todavía no del todo.
Sospecho que el aval al derecho a decidir proviene de su asociación retórica con la democracia, entendida esta como voto de la mayoría. Si votar es bueno, el derecho a decidir es bueno. Eso explica que ciertos personajes populares, poco o nada nacionalistas, se sientan, en el brete de ser preguntados, obligados a apoyar el derecho a decidir del pueblo catalán, del vasco y de todo quisque pueblo. A nadie le gusta ponerse morado y ser regañado por falta de talante democrático, de modo que ¡ea!: sea yo demócrata y perezca el mundo.
Propongo por un momento hacer de lo evidente algo dudoso. ¿De verdad es democrático el derecho a decidir? Decir que no hay democracia sin ley, como se hace insistentemente estos días, está bien, pero no nos informa sobre la naturaleza del ideal democrático ni de si el derecho a decidir es compatible con aquel. Para saberlo habría que determinar correctamente la esencia de la democracia, que es rastreable en la historia. Así, recordamos que en la Grecia antigua la figura del ciudadano, aquel que puede participar en las asambleas, se identificaba con la del propietario. Era así porque los derechos políticos traían aparejados deberes guerreros y sólo el poseedor de rentas podía armarse a sus expensas.
Pero cuando Atenas se abrió al mar y creó una flota tuvo necesidad de una gran cantidad de mano de obra combatiente, lo que provocó la concesión de la dignidad ciudadana a los marineros. Este acontecimiento determinó la ampliación de los beneficiarios de la ciudadanía, que ya no eran tan pocos, mereciendo el nuevo sistema el nombre de democracia. Pues bien, esto era la democracia hace 2.000 años y esto sigue siendo hoy: la extensión de la ciudadanía a los no propietarios. De modo más general decimos: “democracia es la ampliación de la ciudadanía a cualquier miembro de la comunidad en una previa situación de inferioridad política”. El programa democrático a lo largo de la historia ha sido este: el de anular situaciones de subalternidad —mujeres, pobres y esclavos— ampliando así el grupo de los ciudadanos revestidos de plenos derechos políticos y civiles. La abolición de la esclavitud, el sufragio universal masculino y femenino y la creación de los mecanismos de provisión de bienestar son hitos de ese programa. Democracia, insisto, es decir: en nuestra ciudad no hay ciudadanos de primera y de segunda; la lengua, el género, la raza o el nivel de ingresos no justifican diferencias en el catálogo de los derechos. Que este ideal se vea a menudo incumplido en la práctica no lo ha derribado como el ideal al que nos hemos atado.
La lengua, el género, la raza o el nivel de ingresos no justifican diferencias entre unos y otros
Ahora bien, lo que nunca nadie ha pretendido es que la democracia consista simplemente en el método de la votación para tomar decisiones, ni que todas las decisiones se hayan de tomar por votación. Sobre lo primero, ya sostiene Aristóteles, uno de los tempranos estudiosos de la democracia, que también en las oligarquías se vota; sobre lo segundo, es patente que todos los Estados democráticos sustraen no pocas cuestiones del ejercicio del voto. A veces en razón de su complejidad técnica; a veces —y esto es lo interesante— porque la decisión podría vulnerar el propio ideal democrático. No hace falta remontarse al polémico ejemplo de dictaduras que han venido precedidas de elecciones. Hay otros ejemplos más a mano de cómo a veces se adoptan decisiones en referendos con un resultado que nos cuesta asumir como democrático, como cuando la sociedad de California votó a favor de prohibir el matrimonio homosexual. Pregunto: ¿fue ese ejercicio del derecho a decidir —esa suerte de autodeterminación de los heterosexuales respecto de los homosexuales— ejemplo de democracia?
Volviendo al caso que nos preocupa, es claro que el triunfo de la tesis independentista comportaría no una ampliación sino un recorte del grupo beneficiario de la ciudadanía. Los otros españoles perderían los derechos políticos que hoy comparten con los catalanes, pasando a ser extranjeros. Un paso tan extremo podría, con todo, estar justificado: si en España la desigualdad desfigurara de modo cierto el ideal de la ciudadanía compartida. Si los catalanes o los vascos fueran hoy ciudadanos de segunda, perjudicados y persistentemente preteridos, la empresa de la secesión estaría moralmente justificada y podría merecer el sello de democrática. Los que no compartimos esa tesis estamos legitimados para sospechar que lo que ocurre nada tiene que ver con la democracia, sino con oscuras pulsiones etnicistas que no osan decir su nombre (aunque a veces sean cristalinas, como en el caso de la líder máxima, Carme Forcadell).
Es, sencillamente, una lucha cultural promovida por un grupo considerable de ciudadanos catalanes que no desean ser españoles —y no es de extrañar, porque para bastantes catalanes España ya es sólo esa vieja fea y ladrona de la que se burlan en TV3—, al punto que querrían forzar a los que sí lo son o así se sienten a elegir o marcharse. Es una minoría amplia que, por el expediente de no haber querido cambiar de conversación en tres décadas, quizá haya convencido a una mayoría rasa de lo correcto de un empeño amparado en más pretextos que razones.
Lo que ocurre tiene que ver con oscuras pulsiones etnicistas
que se disimulan
Pueden ganar o pueden perder, pero, en mi opinión —que no pretendo infalible—, ni defienden ni representan el ideal democrático.
Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es diplomático.
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