Para contribuir al diálogo
Cataluña vive jornadas atribuladas en las que la intervención o la abstención de los poderes públicos, según los casos, no han logrado sino tensar las conciencias y empujarlas a la calle. Urge recuperar la tradición del pacto
Hace hoy 32 años, en un acto similar a este —aunque entonces gozáramos de la presencia del presidente de la Generalitat—, EL PAÍS lanzaba su edición catalana. Era aquel el primer esfuerzo de nuestro periódico para singularizarse como un órgano con cobertura en todo el Estado capaz de reconocer la singularidad explícita del principado en la construcción del mismo. Meses atrás, Jesús Polanco y yo habíamos visitado a Jordi Pujol en el palacio de la plaza de Sant Jaume para anunciarle nuestro propósito, que inicialmente fue recibido con alguna reticencia por nuestro interlocutor. Pero, fuera cual fuera esta, lo cierto es que acudió al acto inaugural y nos acompañó en el siempre difícil parto de poner un periódico diario en la calle.
Muchas veces me he visto obligado a recordar que los diarios, tal y como han llegado a nuestros días —me refiero a los diarios de calidad, referentes del diálogo político e intelectual en una comunidad—, forman parte del sistema de la democracia representativa. Pero eso no quiere decir que se integren en el aparato político del mismo, pues su influencia se ejerce desde la sociedad civil. Un periódico como EL PAÍS es desde luego una institución, y nada tiene de extraño que se vea cortejado por los poderes públicos, en cuya casta, por utilizar una palabra de moda, se ve incrustado de una forma u otra. Pero además de una institución un periódico es sobre todo un periódico. Su misión fundamental consiste en publicar la verdad de las cosas, muchas veces contra los intereses del poder que en demasiadas ocasiones ni coinciden con, ni sirven a, la voluntad y los deseos de los ciudadanos. Me permitirán por eso que mis palabras hoy adolezcan de la corrección política que suelen demandar estos actos sin que por eso desmerezca un ápice mi inmensa gratitud hacia las autoridades aquí presentes, cuya presencia aquí enfatiza, por otra parte, las ausencias.
La edición de EL PAÍS en Cataluña, desde hoy catalanoparlante al ciento por ciento, se justificó no solo por motivos comerciales y empresariales, sino que respondía al proyecto cívico que alumbró el periódico, inexcusablemente unido desde sus orígenes a la construcción de la democracia en España, a la integración de nuestro país en Europa y al estrechamiento de lazos con América Latina. Queríamos, y queremos hacer, un periódico global y un periódico total. Global porque la principal lengua en la que nos desenvolvemos se habla en 23 países por más de quinientos millones de personas, y total porque aspiramos a que nuestros lectores se consideren, con la sola lectura de EL PAÍS, suficientemente informados de los temas de la política, la economía, la ciencia, la cultura y la sociedad, que les interesan. Deseamos que obtengan gracias a nosotros una información rigurosa y una opinión fiable, con puntos de vista diferentes y aun contradictorios, que les permitan ejercer su propio juicio, pero también con una orientación editorial coherente que responde a las señas de identidad del propio diario y de la empresa que lo sustenta.
Seguimos aspirando al reconocimiento tácito de la bicapitalidad efectiva entre Barcelona y Madrid
Desde hora muy temprana, y en línea con los anhelos sociales que se expresaron al comienzo de la Transición, tuvimos la aspiración de que el sistema político español incluyera el reconocimiento de las peculiaridades históricas, lingüísticas y estructurales de los territorios de la península Ibérica que en su conjunto han contribuido a la construcción de España como Estado durante 500 años. La edición de Barcelona supuso en nuestro caso el reconocimiento de la singularidad catalana en el conjunto del Estado, equiparable culturalmente a la de otras autonomías y regiones, pero absolutamente única si se considera su peso específico en la economía, la cultura y el ejercicio del poder político. Aspirábamos entonces, y nos gustaría poder seguir haciéndolo ahora, a un reconocimiento tácito de la bicapitalidad efectiva que de hecho se había instaurado en nuestro país entre Barcelona y Madrid. Y queríamos también, y lo queremos aún, representar una voz liberal y progresista en el seno de esta sociedad, anegada en gran medida su opinión pública por el oficialismo, el clientelismo y el conservadurismo. En definitiva, queríamos y queremos trabajar codo a codo con aquellos colegas nuestros catalanes que siguen creyendo que la afirmación de Cataluña como nación no se corresponde necesariamente con la articulación de una burocracia estatal, que el internacionalismo sigue siendo una cultura de paz frente a los conflictos y desórdenes que en la historia europea han deparado los nacionalismos, y que la manipulación populista del sentir ciudadano acaba inexorablemente en la frustración y en la melancolía.
Cataluña vive hoy jornadas atribuladas en las que la intervención o la abstención de los poderes públicos, según los casos, no han logrado sino tensar las conciencias y empujarlas a la calle. La inoperancia de las instituciones a la hora de fomentar un diálogo real (al que todos se apuntan pero nadie ejerce) demanda la creación de plataformas y tribunas de la sociedad civil en las que puedan expresarse con la vehemencia y el respeto necesarios las demandas que de ella surgen y ante las que los gobernantes de hoy parecen más dispuestos a levantar barreras que a establecer cauces. En la medida de nuestras fuerzas nos ofrecemos para ello, sabiendo que este ha de ser un esfuerzo de muchos, prolongado y tozudo si no quiere ser estéril.
El azar, o quizá la necesidad, ha querido que se conmemore hoy también el 80º aniversario de la breve revolución que llevó al presidente Companys a declarar la independencia del Estado catalán de la República federal española. La memoria histórica de aquellos trágicos sucesos, que terminaron con la suspensión del Estatuto de Autonomía y constituyeron en cierta medida el prólogo a la Guerra Civil, debería cuando menos servirnos de recordatorio de que el cumplimiento de las normas y el respeto a la ley son base indispensable de cualquier democracia. Pero es igualmente necesario que esas normas, a comenzar por la ley de leyes, la Constitución, sean fiel reflejo de los anhelos sociales que tratan de orientar y organizar.
La mejor manera de defender la Constitución, me atrevería a decir que la única, es reformarla
Puesto que de conmemoraciones andamos, quizá no esté de más recordar que también hace nada, el pasado agosto, pudimos rememorar la muerte en duelo de Ferdinand Lasalle, representante alemán del socialismo temprano, que legó para la historia de la política una frase digna de ser tenida en cuenta. “Los problemas constitucionales”, decía Lasalle, “no son primariamente problemas de derecho sino de poder, puesto que la verdadera Constitución de un país solo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen”. Para concluir: “Las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social”. Ya he dicho en varias ocasiones que Cataluña no tiene poder político para separarse unilateralmente de España. Pero que no tenga poder para ser independiente no significa que no tenga ningún poder. Es preciso el reconocimiento institucional del mismo si se quieren evitar males mayores.
Cuando hoy se habla de defender la Constitución, que ha sido probablemente vulnerada por algunas disposiciones del Gobierno catalán, se olvida que la mejor manera de hacerlo, me atrevería a decir que la única, es reformarla. Frente al inmovilismo y la afasia de gobernantes y líderes políticos, es el espíritu reformista de la Transición lo que debemos recuperar si queremos que el régimen político de nuestra democracia perviva durante cuatro décadas más sin necesidad de ponernos a inventar todo de nuevo. Una reforma que necesita de nuevo abordarse desde el diálogo y el pacto, siendo por cierto el pactismo una figura política extraordinariamente relevante en la historia política de Cataluña.
En ese sentido es todavía más de agradecer la presencia de las autoridades estatales y autonómicas y de los diversos líderes políticos que nos acompañan. Espero y deseo sea un símbolo de la disposición al diálogo que reclamamos. Para contribuir al diálogo estamos aquí, en los dos idiomas de esta comunidad, catalán y castellano, fieles al designio de Salvador Espriu cuando demanda a Sepharad: “Fes que siguin segurs els ponts del dialèg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills / … Que Sepharad visqui eternament / en l’ordre i en la pau, en el treball, / en la dificil i merescuda / llibertat”.
Discurso pronunciado ayer en Barcelona con motivo de la presentación de la edición en la web de EL PAÍS en catalán.
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