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Amor y costumbre

Sin quererlo, tuvimos que atravesar la estepa del desamor con la ilusión de que, en vez de un estado mental, se trataba de un lugar de tránsito, algo parecido a un cuarto belga sin luz natural durante un año en el extranjero. Hasta que llegamos a casa e hicimos hogar, mañanas de domingos, café y Coltrane, la dicha de compartir la vida al decir del poeta Vicente Núñez: “Con sentimiento y consentimiento”.

Los anatomistas del amor son una especie muy temida. Sostienen que primero es cuestión de química y, después, física. Que el hechizo enamorado se convierte en un amor de costumbres. La gente prefiere el horóscopo porque, si falla, no se siente estafada sino lo normal. Ay, ese deseo de querer lo que no tenemos y pensar que, en algún lugar del mundo, un amor más grande que el nuestro nos aguarda sin saberlo. Pero en la vida pequeña no existen tantos George Sands y Chopins o Brangelinas. Los estafados anestesian su desasosiego con vicios, navegan en la cama hasta que el iPad les quema los muslos. Pero también están los que se conforman a gusto. Y no porque conformarse sea fácil, ni dócil, ni cualquier otra palabra llana como fútil. Un amor cómodo, dicen algunos, esdrújulo. Pero para hacer del querer una agradable costumbre hay que ejercitar la tolerancia; saber vivir con entrecomillados y puntos suspensivos, no abusar de los interrogantes y ser natural en las exclamaciones.

El amor de lunes a domingo, la cama deshecha, la ropa tendida, el tapón de la botella de vino en el suelo. Costumbre es una palabra que asusta a los amantes hasta que un día descubren su encanto

Hombres y mujeres que se acompañan sin malograr su dignidad, siempre ajenos a lamentos victimistas. Parejas bien avenidas que se cuidan y perfuman, que organizan viajes, bailan y se inclinan la una en la otra sin aborregar la mirada. El amor de lunes a domingo, la cama deshecha, la ropa tendida, el tapón de la botella de vino en el suelo. Costumbre es una palabra que asusta a los amantes hasta que un día descubren su encanto. Hay que ir a Proust (Por el camino de Swann), releer qué ocurrió en aquella alcoba de Combray donde al principio se sentía tan desconsolado… convencido de la hostilidad de las cortinas, de la insolente indiferencia del reloj, envenenado por el olor de la petiveria –una mezcla de ajo y cebolla estrujados–: “Hasta que la costumbre cambió el color de las cortinas, enseñó al reloj a ser silencioso y al espejo, sesgado y cruel, a ser compasivo; disimuló, aunque no llegara a borrarlo por completo, el olor de la petiveria, e introdujo notable disminución en la altura aparente del techo”. Proust le llama a la costumbre “celestina mañosa”. Luego añade que, sin ella, “el alma nunca lograría hacer habitable morada alguna”.

Hablemos del sosiego, de serenar, libres de sobresaltos, de la morada, dejando atrás el amor con dientes o el amor con garganta, dejando de torturarles a ustedes, estimados lectores, con tanto ir y venir por las estaciones del amor. Como si no importaran otras cosas. Como si los periódicos no hablarán cada día de amor

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