La vida en un trocito de papel
Hay heridas que no cierran. Treinta y cinco años después se puede recordar la imagen de un padre y un hijo en un velero, el último día que los dos pudieron estar juntos
Es la fotografía más hermosa que he visto nunca. Un padre y un hijo sentados muy juntos en la popa de un barco de vela, oteando el horizonte por encima del mar que va surcando la nave. Cuarenta y ocho años tiene uno. Dieciocho, el otro. Morenos los dos, de mirada profunda, la una tirando a avellana, cálida y triste, la otra casi transparente, del color de una venturina verdosa, esa variedad del cuarzo que contiene escamas de mica amarilla que despiden reflejos dorados y que en otro tiempo se extraía de las orillas del Mar Blanco. Con la piel tostada por el sol, mucho más la del padre, que parece el rey de una noble tribu de ingenieros que no viviera más que al raso. De una belleza enjuta los dos. Casi religiosa. Como esculpida en madera la del mayor. Con un punto de mármol la del joven. No se tocan, no se miran, no sonríen, ni hablan. El padre sin duda lleva la caña que mueve el timón. El hijo, ligeramente detrás, parece que quiere beberse con cada centímetro de su piel todo lo que sabe el veterano, que era mucho, a pesar de su carácter silencioso. O tal vez por eso. Quizá por eso supiera tanto. Los dos llevan chubasquero. El padre, amarillo. El hijo, de un azul muy oscuro. Bajo un cielo cubierto de espesas nubes, entre obenques y baquestayes, dan la espalda a ese mar de aguas color turquesa, diáfanas, y arenas suaves que poco después, un 30 de agosto de viento y corrientes, se tragaría al mayor cuando, en un descanso durante una travesía por Espalmador, se lanzó sin dudarlo un instante a salvar a un niño que se encontraba en apuros y que ahora tal vez no sea consciente del valor de su vida. Fue el último verano. Hace 35 años. No hay impermeables para las heridas del alma.
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