Pavo
Eso es un pichón inofensivo comparado con el pajarraco de la edad media de la existencia
Dicen los endocrinos que somos lo que comemos. Si es así, soy una pava de campeonato. Toneladas de ave fría me he trasegado a pie derecho, bocado limpio y nevera abierta todas las noches de todos los días laborables del año para no perder cinco minutos poniendo la sartén al fuego. Porque eso es lo que nos falta a los que tanto nos sobra de todo y tanto nos quejamos de vicio. Minutos, horas, vida para vivirla. Pobres en tiempo, nos denominan los sociólogos, esos enterados que tienen un nombre para todo. Los mercadotécnicos lo saben. Por eso nos venden el queso cortado, la lechuga lavada y el pavo loncheado el doble de caro que a granel, esa ordinariez de pobres en euros. Abrir y servir, lo llaman. Lo que no dicen es que los siervos somos nosotros. Esclavos del tiempo. Ese que nos aprieta, que nos ahoga, que se nos escapa a chorros amarrado cada uno a su galera, y que un día, de repente, aparece todo junto agazapado en las patas de gallo de pelea de ese vejestorio que te mira desde el espejo de aumento del baño, porque en el otro hace años que ves bultos.
Dicen los psicólogos evolutivos que la edad del pavo empieza y termina con la adolescencia. Criaturas. Eso es un pichón inofensivo comparado con el pajarraco de la edad media de la existencia. La del trago o no trago. La de me separo o no me separo. La de me opero o no me opero. Algunos, los menos, calculan el agua que hay ahí abajo y se tiran a la piscina en plan balconing maduro yéndose a vivir al campo, haciéndose un lifting completo, levantándose a un pollo cinco minutos más joven. Otros, los más, me temo, nadamos y guardamos los muebles, nos teñimos las plumas que nos quedan en la cola y tratamos de impostar cada mañana la estampa que se espera de nosotros ahí fuera. ¿Pava yo? Real, sí, como la vida misma.
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