_
_
_
_
LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El reciclaje de las viejas jerarquías

La fe en la potencia democratizadora de Internet parece hoy bastante más frágil que hace diez años. La llamada “cultura digital” busca simplificar y allanar cualquier problema y al final reduce el espíritu crítico

ENRIQUE FLORES

Una reseña de Tim Wu en el New York Times dominical llamaba hace poco la atención sobre The People’s Platform, libro de la cineasta canadiense Astra Taylor, a quien los devotos de la filosofía recordamos por sus documentales Zizek! y Examined Life(2008), en el que cinco pensadores contemporáneos residentes en Estados Unidos analizan los retos de la ética aplicada.

Esta vez Taylor ha puesto en la mira el cambio cultural y económico asociado al auge de Internet y su promoción de la free culture. La fe en la potencia democratizadora de los nuevos medios, en una arena virtual donde todos los actores podrían participar en igualdad de condiciones, parece hoy bastante más frágil que hace diez años, y este ensayo es buen ejemplo de esa creciente sospecha. La autora quiere mostrar cómo tras las medias verdades del tecno-utopismo se oculta el reciclaje de viejas jerarquías: en Internet —asegura— están presentes las mismas desigualdades del mundo real, disfrazadas bajo un entramado de “sistemas abiertos”.

“Para entender por qué no se han cumplido las predicciones más idealistas acerca de cómo Internet transformaría la producción y distribución cultural, invirtiendo el equilibrio de poder en el proceso, necesitamos una mirada crítica del estado actual de nuestro sistema mediático. En cambio, celebramos una prometedora visión de lo que nuestras nuevas herramientas en red teóricamente hacen posible o los cambios que éstas hipotéticamente desatan”. Así de rotunda se muestra Taylor a la hora de explicarnos estos supuestos cambios de paradigma cultural y cómo fomentan un modelo de pan para hoy y hambre para mañana: crear instituciones y pagar por el talento han terminado siendo características de un ancien régime cultural desplazado por “nuevos modelos”. Lo que no siempre se hace visible —al menos no en la proporción necesaria— es el gigantesco beneficio de unas pocas compañías, dedicadas a rentabilizar la pulsión exhibicionista mientras hacen creer a los creadores que su implicación en “procesos no jerárquicos” y el esfuerzo por convertirse en gestores de su propia marca son grandes logros democráticos del nuevo sistema de promoción. (El extendido uso del término “contenido” para designar cualquier escritura en formato digital bastaría como ejemplo de tan burdo impulso nivelador).

Las ganancias del nuevo proceso de difusión las recolectan los porteros de las cancelas virtuales

Sin duda, Internet facilita y abarata la distribución (y la copia) del trabajo cultural, en cualquier soporte. Elimina antiguas barreras e intermediarios. Y reduce, en efecto, los costes de la cultura. Pero, en última instancia, ese abaratamiento acaba por reducir las opciones financieras de los creadores no populistas a dos o tres variantes del muy antiguo mecenazgo. Las verdaderas ganancias del nuevo proceso de difusión las recolectan los nuevos gatekeepers, los porteros de esas cancelas virtuales al Mundo Feliz de la transparencia.

A pesar de las limitaciones de una visión tan radical, y el descuido de otras aportaciones que —como bien señala Wu—, Taylor pasa por alto, The People’s Platform es un buen ejemplo del descontento de cierta elite que en muchos países desarrollados prefiere tomar distancia del gregarismo digital. Aunque incluso en análisis tan drásticos como el suyo, tenemos la impresión de que las preguntas se quedan en la superficie; conciernen más a los síntomas que al epicentro de la decadencia intelectual que se busca enjuiciar: la degradación consentida del ánimo crítico que antaño definió al estamento intelectual.

Más que la continuidad disfrazada bajo las apariencias del Nuevo Orden, o la irresuelta compatibilidad de arte y comercio tras las promesas de democracia online, lo realmente preocupante debería ser la indiferencia con que un cambio de legitimidad ha tenido lugar ante nuestros ojos. Que el nuevo modelo de éxito cultural, a todos los niveles, se asocie a cierto “estatus viral” es sólo una consecuencia más de la reducción del espíritu crítico al consenso de followers, likers y opinadores de obviedades. Es en la soberbia intelectual de las últimas dos décadas donde hay que buscar las causas de esa rendición ante la Red y sus parámetros de triunfo, inseparables de una abigarrada pedacería sentimental y del buenismo monocorde que domina el pensamiento del mundo adolescente.

Allí donde una modernidad crítica aún podía dialogar con sus propios vértigos desde la caricaturesca figura del intelectual como rebelde perpetuo, la Nueva Era instituye la sustitución del lado negativo de toda dialéctica por una ilusoria exigencia de transparencia y participación. Para que algo llegue a ser transparente, advierte el filósofo Byung-Chul Han, debe primero alisarse, allanarse, reducirse a cierta operatividad. Lo cual implica, por supuesto, despojarlo de su carácter singular. El triunfo arrollador del paradigma de los nuevos medios digitales y su pretendido espíritu libertario es parte de ese desmontaje de lo negativo, de un rampante don't be evil convertido en rasero universal.

Se acepta, de manera ingenua, que más información equivale a
mejores decisiones

En demasiadas zonas de esa suma de plataformas llamada “cultura digital” se busca simplificar, allanar, exonerarnos de cualquier posible malentendido o dramatismo; se avasalla la impermeabilidad radical de lo humano, la necesidad de un resquicio solo para sí, de esas “esferas en las que el alma pueda estar en sí misma sin la mirada del otro” (Han). Y todos estos procesos ocurren dentro de una suerte de cornucopia digital, de confianza ciega en la sobreabundancia de “contenidos” y la subsiguiente sacralización de los datos. Big Data es uno de los nombres de ese popular equívoco. Dentro del acomodo rentabilizado por un auge sin precedentes de la publicidad, se acepta, de manera demasiado ingenua, que más información equivale siempre a mejores decisiones.

Del absoluto simplismo de este pensamiento que consagra el exceso de información sólo me interesa ahora apuntar un efecto colateral: en esa sobreabundancia se sacrifica a veces el lugar de la intuición, que es justo aquello que va más allá de la información disponible, que opera sin esclavizarse al Dato.

La propuesta de un movimiento hacia una “cultura sostenible”, así como otros recientes gestos libertarios que cuestionan el entramado digital, no pasan de ser intentos de reciclar las viejas utopías sociales que nutrían a una Izquierda erosionada. Pero todas estas reacciones nos alertan de que los ideales de transparencia y participación no son suficientes si se quiere construir una cultura más duradera y provechosa.

En Examined Life, el documental que Astra Taylor dirigió en el 2008, hay una escena que ilustra una forma de resistencia ante la conversión de la cultura en plataforma colectiva. La realizadora entrevista a Cornel West (“un jazzista en el mundo de las ideas”) dentro de un taxi que recorre Manhattan. Desde ese extraño púlpito en movimiento, el profesor habla con elocuencia sobre la búsqueda de la verdad como forma de vida y no como un conjunto de proposiciones que se adecuan a alguna Verdad con mayúsculas. El verdadero filósofo busca un conocimiento capaz de permitir, como pedía Adorno, “que el sufrimiento hable”. Seguir el imperativo socrático que da título al documental (Una vida sin examen no merece ser vivida) significa buscar una Verdad que lleva en sí misma su negatividad: no hay que saberlo todo, lo que importa es seguir el tortuoso camino del pensar con la disposición que define una frase de Yeats: “Hace falta más valor para examinar las esquinas oscuras de la propia alma que el de un soldado en un campo de batalla”.

Nada más lejano de ese coraje que la aceptación de una Verdad digital identificada con la transparencia, la inmanencia o la hipervisibilidad. Y nada tan ilusorio.

Ernesto Hernández Busto es ensayista (premio Casa de América 2004). Desde 2006 edita el blog PenultimosDias.com. Su próximo libro: La ruta natural (Vaso Roto, 2015).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_