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Columna
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Cocineros

Uno da para lo que da y, además, en materia de alta cocina se quedó en la espuma de nada

Julio Llamazares

Decía Einstein, que algo sabría del tema, que es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida. Así que no seré yo el que pretenda aquí demostrar que la gastronomía no es el arte de este tiempo y que los cocineros (perdón: los restauradores) no son por tanto nuestros artistas más importantes. Que venga otro y lo diga, que yo no quiero pasar por analfabeto.

Eso sí, después de leer hace pocos días en las páginas que casi diariamente dedica este periódico, como todos los demás (es natural: hablamos del primer arte de nuestro tiempo), a la alta cocina nacional y universal que uno de nuestros chefs más considerados ha abierto un restaurante en Ibiza en el que, no conforme con ofrecer creaciones y maridajes ultrapoéticos realizados con técnicas vanguardistas por cocineros que son a la vez científicos y servidos por un ejército de camareros que hablan como filósofos, añade la novedad de cambiar, mediante proyecciones videográficas y cibernéticas, la decoración del comedor con cada plato. El precio (casi 600 euros por comensal) no es el mayor problema que yo le encuentro a este nuevo templo de la gastronomía española y universal. El problema principal que yo le encuentro es que me parece casi imposible poder atender al plato, a las explicaciones de los camareros sobre cómo acometerlo y degustarlo, a las de los cocineros sobre su complejidad conceptual y técnica y a la conversación de nuestros compañeros de mesa y al mismo tiempo a la decoración del sitio, que cambia continuamente. Uno da para lo que da y, además, en materia de alta cocina se quedó en la espuma de nada (creación inspirada en los buñuelos de viento madrileños y en los donuts según su creador) y en la oreja de conejo frito caramelizada, que, como resulta obvio, es un plato líquido.

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