Un buen comienzo
Tener un monarca es como pagarle a un relacionista público. Si consigue más dinero del que cuesta, ya es rentable
Yo le juré fidelidad al rey Juan Carlos. Todos los inmigrantes lo hacíamos. Para obtener la nacionalidad española, nos reunían en un salón –peruanos como yo, chinos, marroquíes– y prestábamos juramento frente a un juez, una bandera y un retrato de Su Majestad.
El día en que yo lo hice, a mi lado se sentaba un sindicalista ecuatoriano. Y estaba indignado:
–¿Tenemos que jurar fidelidad al rey de las colonias? –mascullaba–. Es una traición.
–Relájate –le dije–. Eso fue hace mucho. Juan Carlos no había nacido. Y además, es un demócrata. Muerto Franco, él cedió poder para establecer los partidos en este país, incluso el partido comunista.
Ante ese argumento, mi sindicalista juró más tranquilo, y por cierto, yo también.
Años después, durante una visita a España del Gobierno peruano, fui invitado a una cena en el Palacio Real. Y vi de cerca el trabajo que hace un rey. Admito que era impresionante. A diferencia de un ministro de Exteriores, el monarca puede convocar a miembros de todos los partidos políticos. Y su agenda de contactos llega casi a cualquier país. En la cena se reunieron presidentes de comunidades y países, alcaldes, empresarios, y sin duda, se movió mucho dinero y proyectos de cooperación. Como contribuyente en España que soy, me pareció un negocio muy razonable. Tener un monarca es como pagarle a un relacionista público. Si consigue más dinero del que cuesta, ya es rentable.
Pero… ¿Consigue más dinero del que cuesta? ¿Hacia dónde exactamente va el dinero que se mueve en los bellísimos pasillos del palacio?
Es imposible saberlo. El rey es legalmente inviolable, es decir, invulnerable a cualquier investigación judicial. En los últimos años, ni siquiera han prosperado las demandas por reconocimiento de paternidad que se han querido interponer contra él.
La inviolabilidad pasará al nuevo rey Felipe VI, pero Juan Carlos no quedará desprotegido. Se apura una ley exprés para concederle el aforo, un privilegio que impedirá que se le juzgue en tribunales ordinarios. La misma gracia se concederá por ley a la reina y los príncipes. En vez de aumentar la transparencia, la Familia Real la está reduciendo.
El argumento para justificar este blindaje legal es que en España ya hay diez mil aforados entre políticos y funcionarios, y no tiene sentido negarle el mismo privilegio a la Casa Real. La verdad, lo que no tiene sentido es que haya diez mil aforados. En muchos países europeos no hay ni uno. En Italia hay uno, el presidente, y deja de serlo tras abandonar el cargo.
Lo que más ha desgastado a la Monarquía española ha sido el proceso judicial contra Iñaki Urdangarin, duque de Palma y yerno del Rey, que presuntamente cobraba millones por el sólo hecho de estar cerca de su suegro. La investigación ha sacado a la luz facturas falsas por actividades inexistentes. Lo que el duque vendía en realidad era su influencia ante el Rey. Según la declaración del propio duque, su suegro le pidió abandonar esas actividades, o sea que estaba al tanto de ellas. Después de este escándalo, resulta muy difícil concederle un voto de confianza a la Familia Real.
Recuperar esa confianza le toca a Felipe VI, quien además, necesita una legitimación como la que consiguió su padre por su papel durante la Transición, una razón para jurarle fidelidad sin urticaria moral. Un buen comienzo sería enfrentar a la ley en las mismas condiciones que cualquiera de nosotros, dejando claro que la justicia es igual para todos. Su ejemplo debería obligar a desaforar a muchos otros privilegiados, y resaltar su honestidad, precisamente lo que los españoles echan de menos en sus líderes.
El nuevo rey tiene otra oportunidad de legitimarse: mediar para resolver el desafío catalán al Estado español. Pero la verdad, lo de su estatuto legal es bastante más fácil.
@twitroncagliolo
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