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EL PULSO
Columna
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Expediente Tirana

Albania es un país en construcción, de infinitas posibilidades, con gente abierta y trabajadora

Kirmen Uribe

En 1933, los filólogos estadounidenses Milman Parry y Albert Lord emprendieron un viaje de dos años a la actual Kosovo. Eran especialistas en literatura oral y querían recoger epopeyas medievales transmitidas de generación en generación. Sabían que quedaban muy pocos bardos que las pudieran recordar. El escritor albanés Ismail Kadaré se basó en este viaje para escribir su libro Expediente H.

Metí en mi bolso el libro de Kadaré y volé a Tirana. Iba un solo día, invitado al festival del libro y de las artes. Mi traductora era Lorida, una chica nacida en Gjirokastra, la tierra de Kadaré; “la ciudad de piedra, mucho más bonita que Tirana”. Y es que, a primera vista, Tirana resulta un poco triste, con su arquitectura del periodo comunista. Carece de edificios históricos pero, eso sí, conviven las mezquitas con las iglesias. “Afortunadamente, aquí nadie se toma muy en serio las religiones”, sonrió Lorida.

Pasamos por los edificios gubernamentales, todos ellos muy humildes, y la pirámide construida en honor a Enver Hoxha, el dirigente comunista que gobernó durante casi cuarenta años y dejó un triste legado de cemento por todo el país: más de 700.000 búnkeres, uno por cada cuatro habitantes, hoy abandonados. Las lindes de la carretera que lleva del modernísimo aeropuerto Madre Teresa –renovado por el arquitecto malayo Hin Tan– a la capital están plagadas de ellos.

Albania, un país de apenas tres millones de habitantes, solicitó oficialmente su ingreso en la Unión Europea en 2009. Europa acaba de elogiar sus esfuerzos para acometer las reformas. Su primer ministro es el socialista Edi Rama, de 49 años, cuyo grupo de trabajo lo forma gente muy joven. “Durante una época, tras la caída del comunismo, hubo barra libre, invasión urbanística en preciosas playas vírgenes. Este Gobierno quiere acabar con todo eso”, me dice Lorida. Cuando era alcalde de Tirana, Rama trató de mejorar la imagen de la ciudad derruyendo las construcciones ilegales. Sin embargo, para sus detractores todo es fachada; todavía hay barrios con problemas de electricidad.

Mi última entrevista fue en un magazine televisivo en las afueras. El trayecto en coche fue una locura, ya que casi no hay semáforos. “¿Para qué?”, bromeaba el chófer. En Albania los domingos la gente se sienta a ver la tele en casa. No partidos de fútbol, sino este programa de seis horas, en el que una se dedica a hablar de libros. Literatura en prime time, algo impensable en España.

Los estudios de Top Channel son muy modernos. El café de la cafetería, exquisito. El dueño de la cadena también lo es de la marca de café. “Aquí mandan los mismos antes y ahora”, me dijo una azafata, “las mismas familias”. Recordé un comentario que la periodista de ABC News Elsa Demo me hizo horas antes, que la transición se estaba haciendo sobre un velo de silencio y de olvido.

Cené con gente de la editorial, la embajada y escritores albaneses. La aventura de publicar aún les resulta novedosa. Me contaron que Hoxha restringió esa actividad a una sola editorial oficial. Eso hizo que proliferaran pocas bibliotecas privadas en el país, aunque el mandatario cultivara con mimo la suya propia, cuajada de autores franceses.

Al acabar, Lorida me acompañó al hotel. Pasamos de nuevo ante la pirámide de Hoxha. Había jóvenes escalándola y pasándolo bien. La noté cansada. “Trabajamos mucho para entrar en Europa. Entrar en Europa significa no tener que irse del país”, decía, en alusión a las miles de personas que quisieron entrar ilegalmente en Italia a finales los noventa. La ciudad, que a primera vista me pareció triste, me resultaba ahora muy animada y habitable. Había ambiente en el Blloku, la zona de bares de moda, que han tomado lo que antes era el exclusivo barrio de la élite comunista.

Me acordé de aquellos filólogos americanos que buscaban viejas epopeyas en las montañas de Kosovo y consideraban el analfabetismo necesario para que la tradición oral se mantuviese viva. Pensaban en los poemas, pero no en la mejora de las condiciones de vida. Tal vez mi idea de Albania antes de viajar allí fuese parecida, demasiado ingenua. Y me topé con un país en construcción, de infinitas posibilidades, con gente abierta y trabajadora. Temo que Europa no esté a la altura de sus expectativas.

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