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PALOS DE CIEGO
Columna
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Don Pedro Poblador y Poblador en Metz

Nada muere. Nada ni nadie. Todos nos sobrevivimos. Todos nos transformamos en otra cosa

Javier Cercas
Pablo Amargo

Fui a Metz, en el norte de Francia, para participar en un festival literario comisariado por mi amigo Mathias Enard. El viaje tenía un interés adicional: conocer a David Van Reybrouck, sobre cuyo libro Contra las elecciones hablé aquí hace un mes. ¿Lo recuerdan? Van Reybrouck es un joven y sabio escritor belga que, al frente del G-1000 –un movimiento fundado por él mismo–, pretende revitalizar nuestras fatigadas democracias alentando la participación directa en el poder de ciudadanos elegidos por sorteo, y que ha conseguido no sólo que sus propuestas sean escuchadas y discutidas en su país (y fuera de su país) por las más altas instancias políticas, incluido el rey, sino también que los partidos estén considerando incluirlas en sus programas. La revolución ha empezado.

Así que fui a Metz y abracé a Mathias y conocí a Van Reybrouck y solté mis rollos, y el sábado por la tarde, cuando ya había cumplido con mis obligaciones y había quedado a tomar una copa y a cenar con Van Reybrouck en el casco antiguo, me abordó una chica. Era muy joven, negra, trabajaba para la organización del festival y se llamaba Anaïs. Hablaba en castellano, un castellano lento y pedregoso, pero inteligible. Me dijo que lo estaba estudiando leyendo mis artículos. Me dijo que se disculpaba porque no había leído ninguno de mis libros, pero que, a cambio, había leído todos mis artículos. La miré muy serio; le dije que si no le daba vergüenza, que cómo se atrevía a hablar conmigo sin haber leído ninguno de mis libros. La chica se rio; yo le dije que tenía una cita y ella se ofreció a acompañarme. Durante el trayecto seguimos hablando. Me contó que su padre era congoleño, que ella había cumplido 19 años, la edad de mi hijo, y que había empezado a estudiar Derecho y tenía un gran interés por aprender español; volvió a hablar de mis artículos y, mientras la escuchaba, me pregunté adónde quería ir a parar. Nos despedimos frente al restaurante, y pasé el resto de la noche con Van Reybrouck, interrogándole sobre su revolución en marcha (“Desengáñate, Javier”, me dijo en algún momento. “Nosotros ya no somos posmodernos: somos pos-posmodernos”), pero a la mañana siguiente, mientras aguardaba en el hall de mi hotel el coche que debía conducirme al aeropuerto, Anaïs volvió a aparecer. Venía corriendo y sudando, jadeante. Cuando recuperó el aliento, me dijo que sólo había ido a decirme adiós y me entregó dos bolsas: una de caramelos y otra de galletas. “Es un regalo”, me dijo. “Por sus artículos”. Luego, por vez primera, habló en francés: “Quería despedirme de usted con la frase suya que más me ha gustado”. Y luego recitó: “En vista del éxito obtenido, / me marcho por donde he venido”. Y luego se marchó.

Fue como si me hubiesen pegado un puñetazo en el hígado. El dístico, por supuesto, no era mío; era de don Pedro Poblador y Poblador, el practicante de mi pueblo, un caballero irónico y ceremonioso que murió cuando yo era un niño y que era célebre en Ibahernando por los versos que prodigaba al visitar a sus clientes: dos de esos versos son los que recitó Anaïs, porque los había leído en uno de mis artículos. Y al oírselos recitar en su precario castellano a aquella chica negra de padre africano que podía ser mi hija, siglos después de la muerte de don Pedro, a miles de kilómetros de mi pueblo, me acordé de una anécdota que no sé dónde leí. Poco antes de morir, George Orwell recibió en el hospital una carta de su primer amor, de quien no sabía nada desde hacía casi 30 años, y los dos antiguos enamorados iniciaron una correspondencia. En la última carta que le envió a aquella mujer recuperada, Orwell escribió que no creía que existiera otra vida, pero que tenía una certeza misteriosa o que a mí, al leerla, me pareció misteriosa: “Nada muere nunca”. Y allí, solo en el hall de aquel hotel de Metz, mientras aguardaba mi coche, comprendí de golpe a Orwell, me pareció entender que lo que quería decir es que, aunque todos seamos apenas un trozo de materia, la materia ni se crea ni se destruye –sólo se transforma–, y que por eso nada muere nunca. Nada ni nadie. Todos nos sobrevivimos. Todos nos transformamos en otra cosa. Todos reverberamos en los otros, de las formas más inesperadas y en los lugares más inesperados. Todos, en secreto, somos inmortales.

elpaissemanal@elpais.es

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