Los interioristas más solicitados de España, cara a cara
Lorenzo Castillo y Tomás Alía son dos de los interioristas más mediáticos de España y, a pesar de ello, íntimos amigos. Hoy compartirán con usted un par de ideas para su pisito de soltero
Los interioristas o decoradores –depende de si hay que tirar tabiques– no son como los demás. Habitan espacios caprichosos, utilizan la palabra craquelé y advierten matices imposibles de detectar para el hombre de la calle, como que eso que le parece azul clarito no es azul clarito, sino verde agua. Unos y otros son guardianes de un conocimiento tan accesorio y anacrónico como fascinante. O no tan accesorio y, desde luego, cada vez menos anacrónico. Tomás Alía (Toledo, 1964) y Lorenzo Castillo (Madrid, 1968) son dos de los hombres que le han sacudido a su profesión los modos de digna señora. Literalmente, la han sacado a la calle para que conozca gente: desde que ellos y otros de sus congéneres se instalaran en el Barrio de las Letras de Madrid, la zona se ha llenado de anticuarios contemporáneos y olas de jóvenes clientes en busca de piezas vintage (hace poco Castillo trasladó su tienda de antigüedades a otra zona, pero por puro espíritu contestatario).
Son amigos desde hace décadas e incluso han compartido clientes como Roommate, la cadena de hoteles modernos pero asequibles de Kike Sarasola, aunque sus habilidades son casi antagónicas. Alía se ha especializado en un estilo que mezcla las influencias árabes con lo tecnológico y cierto gusto por la provocación; despuntó con locales nocturnos (Cool, Larios Café), siguió con hoteles exóticos (Baobab) y, ahora, su cartera de proyectos en Oriente Medio incluye planes urbanísticos y el interior del estadio de la Qatar Foundation para el Mundial de 2022. Lorenzo Castillo es el renovador oficial de la vieja escuela. Le ha quitado el miedo al hedonismo a las casas buenas y a hoteles como el Santo Mauro de Madrid, y ha redefinido los códigos del lujo decorativo a la española. Una idea que parece satisfacer tanto a sus clientes como a la prensa especializada: la edición española de Architectural digest le acaba de nombrar interiorista del año y, para la estadounidense, es uno de los 25 mejores del mundo. Por no hablar de su nueva faceta de diseñador de muebles, telas y alfombras. Bienvenido sea el craquelé.
¿Es un estigma la palabra decorador?
LORENZO CASTILLO: Yo no tengo formación como interiorista y por eso siempre lo digo: soy decorador. Hemos hecho edificios enteros en los que hemos planificado la distribución, pero reivindico la palabra porque vengo de las artes decorativas, de las antigüedades, y eso es lo que define mi trabajo: el objeto, el mueble, la tela... cosas que priman sobre la arquitectura.
TOMÁS ALÍA: Yo soy técnico superior de Diseño de Interiores. Mi mundo nace en el diseño y me gusta crearlo todo, desde el espacio a cada elemento que lo compone. En España la decoración está muy encorsetada en la idea de embellecer un espacio preexistente, pero fuera, el estudio de interiorismo trabaja en paralelo con los de arquitectura, ingeniería y paisajismo. Es un pack en el que todos opinan por igual.
Describan una imagen que les marcó.
LC: Mi abuela materna era una mujer muy moderna para su época, compraba revistas americanas y siempre estaba cambiando la casa. Recuerdo suelos de linóleo amarillo, paredes encharoladas, contrastes de colores… Tú, Tomás, tienes a tu madre.
TA: Mi madre [Pepita Alía] es lagarterana, y su obsesión por preservar este bordado le ha valido el reconocimiento de La Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo. Me han marcado tanto su barroquismo como los interiores castellanos: suelos de barro cocido rojo, paredes blancas y, en el techo, artesonados de madera oscura. Pero, claro, hubo un efecto rebote, y me entregué a lo contrario: algo más gélido, más rabioso.
¿Caen bien o mal los decoradores en España?
TA: Bien, pero abundan los estereotipos. Y hay un defecto tremendo en la sociedad: cada señora de este país cree ser interiorista o decoradora. No podían hacerse abogadas o dentistas...
LC: Ya lo decía Billy Baldwin, el gran decorador estadounidense: “Toda americana lleva dentro una decoradora”.
¿El buen gusto existe?
TA: ¡Claro! Pero el mal gusto es más frecuente. El buen gusto se forma, es un proceso evolutivo.
LC: Estoy de acuerdo, aunque también creo que naces con una predisposición natural a la belleza, y quien no la tiene, no la tiene. Eso sí, tienes que querer educarla. Es lo que se llama hacer el ojo: acostumbrarlo a lo bueno, a lo bonito. Aunque tampoco reconozco una idea estática del buen gusto. Hay muchos tipos. Es más una cuestión de cultura y educación.
Háblenme de errores.
LC: Algo muy común es caer en lo pretencioso. Antes de encargar una casa tienes que hacer un trabajo de introspección y conocerte bien, saber lo que necesitas. Lo nuestro es psicología. Conocer bien a tus clientes y hacer que se conozcan a sí mismos.
¿Y qué pasa con el negro? Cada vez que lanzan algo premium, da igual si es un hotel o el envase de unos garbanzos, lo hacen negro.
LC: Se ha vulgarizado, porque ha perdido la medida. Pero es un color maravilloso, el que más nos identifica. Es el color de la corte española, del luto, del ébano...
Pues yo lo veo una epidemia. Igual que lo rústico y la madera decapada. ¿En qué medida se sienten responsables de alguna tendencia?
TA: Del negro, por supuesto, pero del decapado, nada. La última vez que decapé algo fue porque le di una patada sin querer.
LC: En mi mundo sí que existe el décapé y, aunque ahora es terrible, en los años treinta Jean Michel Frank hacía unos muebles de roble con ese tratamiento que eran el colmo de la modernidad. Como todo, depende de cómo lo utilices.
Pero les pedía un mea culpa.
TA: En mis locales uso mucho el geometrismo. Y luego eso se ha visto... ¡hasta en los platós de televisión! Esos decorados de programas innombrables reconozco que son mi culpa.
LC: Para mí, el latón dorado. He llegado a forrar cuartos enteros, pero ahora hay tal exceso de oro que, tanto como me gusta, me pone malo.
Hay un texto de Aldolf Loos sobre un señor que contrata a un arquitecto para que le haga su casa y, cuando se la entrega, es una obra tan perfecta y tan completa que resulta invivible. No puede añadirle nada. ¿Cuál es la solución?
LC: En mi caso la relación con mis clientes no se acaba nunca. Tú entregas el proyecto más o menos montado, pero luego pasan años en los que sigues trabajando, buscando piezas.
TA: En cambio, si es un local de ocio, siempre hay fecha de caducidad. Algunos se convierten en clásicos, pero la mayoría hay que renovarlos cada cierto tiempo, es fundamental.
¿Qué es lo más extravagante que han tenido que hacer para un cliente?
TA: Me acuerdo de una casa cuyos dueños estaban obsesionados con tener bañeras donde cupiese mucha gente. Mucha gente.
¿Qué opinan de Ikea?
LC: Para mí, hay una forma de comprar cosas asequibles que lleva más tiempo, pero resulta mejor. Los rastros, el vintage... Buscar. Ikea es una opción cómoda, pero muy obvia.
TA: Es un fenómeno democratizador, y ha culturizado mucho. En la evolución del diseño español, hemos pasado de la mesa camilla al mueble de Ikea, pero mira, al menos que haya Ikea, y así quitamos la mesa camilla.
John Pawson, el rey del minimal, se ha encontrado con que la gente compraba pisos que él había diseñado... y al poco hacían obras.
LC: Yo mismo he hecho reformas a casas modernas, carísimas, pero hechas con un programa de ordenador. Al final, siempre es la misma. Son como mausoleos. Sitios deshumanizados.
Tengo 10.000 euros para gastarme en una casa. ¿Qué hago?
LC: ¡Pide un crédito!
TA: A ver, depende de los metros y de lo que quieras hacer. Para un piso de alguien joven y soltero, es un buen presupuesto. Hay una receta: pocas cosas y grandes, que se vean. Y comodidad, por favor, eso siempre.
LC: Eso, menos cosas, pero mejores.
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