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Don de gentes
Columna
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Fervor socialista

Los socialistas siempre han demostrado una gran confusión entre la expresión pública y privada en materia de fe

Elvira Lindo

Tengo buenos amigos a los que les fascina la imaginería religiosa. Los hay amantes del arte. Los hay amantes del arte y gais. Porque, a qué negarlo, hay una indiscutible conexión entre un sector del mundo gay y las Vírgenes que está a la espera de una investigación en una universidad de Iowa, que es donde cuadra que se le encuentre una explicación a este misterio sin resolver. Tengo amigas actrices que cuelgan una santa del espejo del camerino. Como los taxistas. Y cantantes, gais o no, que besan a sus santitos antes de salir al escenario. Mi madre invocaba a san Antonio a diario, que era el santo que velaba por sus despistes. Y puedo asegurar que le funcionaba bastante bien. En fin. Hay gente pa tó, que dijo el torero Guerrita.

Es como encender tres veces la luz antes de cerrar la puerta, comprobar cinco veces si has echado la llave, mirar debajo de la cama antes de dormir o santiguarse antes de salir a cualquier ruedo de la vida. Cuenta la que fuera agente de Saul Bellow que el escritor de Chicago siempre llevaba a los actos públicos un pequeño objeto de su madre, una cajita. Un día la olvidó en el Museo de la Ciudad de Nueva York tras dar una charla y el novelista se horrorizó. La agente, como tiene que ser, consiguió que alguien se asegurara de que la cajita estaba a buen recaudo hasta que pasaran a recogerla a primera hora de la mañana. Cada cual tiene sus métodos para combatir el pánico, la inseguridad.

Hay creyentes a los que les chirría que los políticos tengan que estar presentes en los territorios del espíritu

El otro día, Pablo Heras Casado, director invitado de la Orquesta Sinfónica de Nueva York, nos confesaba que antes de una actuación se toma varios cafés por miedo a estar demasiado tranquilo. Temor, temor a que fallen los nervios o a no tenerlos. Temor a hacer el ridículo o a que el frágil equilibrio de nuestra vida se desmorone. Como lo sufro, lo entiendo todo: los besos a las figuras, el santiguarse, apretar un pequeño objeto que se guarda en el bolsillo, rezar una oración que nos acompaña desde que éramos niños, cumplir una promesa con una santa o no pisar las rayas que separan una losa de otra en la acera. Contra el miedo a la vida vale todo, siempre y cuando esos pequeños remedios no se conviertan en obsesiones que nos roben el sosiego. Al fin y al cabo, vivir consiste en combatir el miedo a la peor noticia que recibimos al crecer: que estamos aquí por poco tiempo.

Llega la Semana Santa y lo comprendo todo. Comprendo más que esos intelectuales que se obstinan en demostrar que Dios no existe. Es muy posible que Dios no exista, pero existe la necesidad de Dios. Si no fuera así, por qué las religiones perviven a pesar de que se hayan cometido tantas tropelías en nombre de seres superiores a los que jamás hemos visto el rostro. Incluso hay científicos que pasan el día en un laboratorio persiguiendo certezas y luego se las arreglan para creer en Dios sin necesidad de pruebas concluyentes. Yo no sé cuántos de los que acuden estos días a las procesiones son creyentes de corazón, y apelo al corazón porque la cabeza poco tiene que ver con este asunto.

Hay un gentío turístico que acude a observar cómo Dios arrastra multitudes. Hay paisanos que encuentran un encanto en el simple hecho de una tradición que les devuelve a los olores y los sonidos de la infancia. Hay quien de veras se lo cree, quien ve en la imagen de la Virgen el dolor real de una madre, y en Cristo, la de un Dios hecho hombre que muere cada año por nuestra salvación.

Contra el miedo a la vida vale todo, siempre y cuando los pequeños remedios no se conviertan en obsesiones

Y no olvidemos que también hay un ignorado sector de población que vive un martirio paralelo: el de ser habitantes de una ciudad tomada por las procesiones. Pero estos ciudadanos descreídos no le importan a nadie. Tuvieron su pequeño momento de gloria o de esperanza en los setenta, cuando parecía que los rituales de la Semana Santa se habían quedado para disfrute de beatas y meapilas, pero enseguida los políticos se propusieron revitalizar aquello que estaba agonizando. Repito, yo comprendo casi todas las debilidades humanas. Siempre y cuando, claro está, no me afecten.

E igual que me afecta ver a la señora de Cospedal de mantilla y procesionando en Toledo, me irrita ver las fotos que acreditan la visita de la socialista Susana Díaz a las cofradías malagueñas del Cristo de la Legión y la del Cautivo.

Me consta que hay creyentes a los que también les chirría que los políticos tengan que hacer acto de presencia en los territorios del espíritu. De cualquier forma, los socialistas siempre han demostrado una gran confusión entre la expresión pública y privada en materia de fe. Defienden una sociedad laica, pero, con demasiada frecuencia, se colocan en la fila de las autoridades a la hora de las celebraciones religiosas. Demuestran una total falta de tacto hacia los no creyentes para los que también gobiernan.

Personalmente, cuando veo a la presidenta de la Junta de Andalucía posando entre legionarios que velan la figura del Cristo en la Cruz se me viene a la cabeza un pensamiento inmediato, ¿esta es la renovación?

En mi experiencia diré que los socialistas, cuando los criticas por participar en actos religiosos, se irritan sobremanera. No así los del PP, que cuentan con que Dios está de su parte y sacan pecho. Tan seguros se muestran de su alianza con el Altísimo que está una por pensar que igual tienen razón.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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