Esperanza y Carmina
Si Paco León hiciera una tercera parte de su 'Carmina', podría proponerle a Esperanza Aguirre un duelo verbal con su madre
"Soy hija del Cuerpo". Cuando la otra tarde, viendo Carmina y amén, la singular película de ese genio de la comedia que es Paco León, escuché a su portentosa madre soltar esa frase para burlar la ley, se me dibujó una sonrisa al recordar todas esas veces en que mi padre nos aconsejó que dijéramos lo mismo si teníamos problemas con la policía o con la Guardia Civil. No éramos hijos del Cuerpo, pero sí nietos y sobrinos. Algo contaría, pensaba mi padre, y puede que en vez de dos hostias te dieran solo una. Eran otros tiempos. Los adolescentes salíamos de casa para penetrar en una selva que nuestros padres jamás habían frecuentado. Solo les quedaba entregarnos el salvoconducto de sus influencias.
Pero se suponía que en un periodo democrático todas esas marrullerías iban a ser borradas, tanto los excesos de brutalidad policial como el “usted no sabe con quién está hablando” de aquellos otros que por alguna razón tenían que dar cuentas ante las fuerzas del orden. Pero no. Es imposible cambiar esos tics que denotan un atraso cultural si quien tiene que dar ejemplo cívico, por haber tenido y tener responsabilidades políticas, huye de la policía porque le atacan las prisas mientras le ponen una multa, para luego argumentar ante la prensa que lo que ocurrió en la calle era un asunto privado que nada tenía que ver con la vida pública. Vaya, esto sí que es bueno. Por lo pronto, la Dirección General de Tráfico debería obligar a los dirigentes del PP a ponerse una letra en la ventanilla trasera, una P o dos, para advertir tanto a la policía como a los ciudadanos que tienen serios problemas con las normas de tráfico y que para colmo están exentos de su cumplimiento. Porque problemas con la conducción tienen, eso es innegable.
Esta simple anécdota de Aguirre es un reflejo de la sensación de impunidad que tienen algunos
Apeló la señora Aguirre a su edad provecta: parece que no hay en España más problemas, dijo, que el de la infracción de tráfico que comete una sexagenaria. Acabáramos: la edad y el sexo. Si lo que viene a decir la expresidenta es que una persona en sus sesenta no es responsable de sus actos, lo lógico sería comenzar a retirar licencias. Incluso retirarles de la política. O escuchar sus palabras con condescendencia, con la misma tolerancia resignada con que se han escuchado siempre las impertinencias de una abuela que ha perdido la cabeza.
Pero no es eso lo que ha querido decir doña Esperanza, siempre jaranera. Ella sabe defender una idea y su contraria con el descaro propio de las señoras de Zarzuela o de Arniches; se arma de un casticismo tan achulapado si Paco León hiciera una tercera parte de su Carmina, podría proponerle a Aguirre un duelo verbal con su madre. No sé si en Sevilla o Madrid habría rellano lo bastante amplio para que cupieran dos hembras tan antológicas como estas. De hecho, en la película, doña Carmina le pega un hostión a un guardia de seguridad que le vuelve la cara del revés. Doña Esperanza, más acorde con la educación recibida, tiene otro estilo: pisa el acelerador.
A mí todo esto me haría mucha gracia si no fuera porque yo no puedo hacer lo mismo. Me da cierta envidia, qué caramba, no poder permitirme la temeridad de salir huyendo de la policía. La señora Aguirre ha argumentado que ella actuó, siempre según su versión, como suele hacerlo cualquier ciudadano. No me considero una personal especialmente miedosa, pero le aseguro a doña Esperanza que no, que en mi escasa experiencia con las fuerzas del orden solo he contemplado la idea de salir corriendo cuando he tenido cerca a los antidisturbios, y porque no quedaba otra. En situaciones normales, como la que protagonizó Aguirre, trato de poner cara de inocente (que se parece peligrosamente a la de culpable), sonrío, doy las gracias aunque no vengan a cuento y me quedo en el molde, me quedo quieta como un soldado hasta que se acaba la instrucción. Y yo sí que creo que soy como cualquiera.
Cualquiera sabe que se puede buscar la ruina de la manera más tonta si acelera llevándose lo que pille por delante. Y me pregunto qué saldría por la boca de ciertos opinadores que sacan la cara por ella si el que hubiera puesto los pies en polvorosa hubiera sido un actor, por poner un ejemplo al buen tuntún.
Reitero: esto tendría una gracia sainetera y madrileñísima si no fuera porque esta simple anécdota es un reflejo de la sensación de impunidad que tienen algunos, que eleva al cubo la sensación de indefensión que le queda el resto, a esos millones de ciudadanos a los que jamás se nos hubiera ocurrido perder la paciencia con la policía. Para rematar el asunto, señalo la paradoja de que los mismos que defienden la actuación policial cuando se trata de disolver a los manifestantes que toman la calle de manera legítima sean ahora los que defiendan lo que a ojos de cualquiera es un disparate.
Cuando se les recuerda que el ministro de Energía británico tuvo que dimitir por haber mentido sobre una multa de tráfico, echan mano de la célebre cantinela contra la corrección política o acuden a la celebración de la flexibilidad mediterránea en cuanto a normas y costumbres.
El suceso ha sido tan chocante que no me extraña que haya provocado chistes e indignación. Pero lo más terrible es que todo quedará en nada. En nada, como siempre.
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