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Columna
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No sé

¿Vamos a seguir ignorando/permitiendo esas concertinas, esa desolación, esa carnicería que nos haría llorar amargamente si la viéramos en una película?

Rosa Montero

No sé si has visto las heridas que las cuchillas de Melilla pueden hacer; googlea “fotos heridas concertinas” y prepara el estómago, porque son más truculentas que la película más gore, carne abierta en canal, laceraciones mutiladoras, obscena casquería. No sé si todavía guardas en la memoria las imágenes del último asalto a la valla (todos los días lo intentan, todos los días aparecen en televisión), esas decenas de personas recortadas en negro sobre el cielo gris como pájaros que se estrellan contra los barrotes de una jaula, individuos tan desesperados que están dispuestos a colgar todo su peso de los alambres afilados, de las cuchillas que les rebanarán ensangrentados filetes de sus cuerpos.

No sé si habrás seguido leyendo este artículo hasta aquí, porque uno de los recursos de la supervivencia psíquica consiste en acostumbrarse al horror y dejarlo de ver. Los humanos somos criaturas maravillosamente adaptativas, pero eso tiene un precio, y es el de convertirnos en unos miserables. ¿De qué manera se va construyendo la ceguera ética de una sociedad? Me recuerda el famoso poema del pastor Niemöller: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista…” Cada época tiene su pequeño infierno, un cráter moral ante el que nos medimos los ciudadanos. ¿Vamos a seguir ignorando/permitiendo esas concertinas, esa desolación, esa carnicería que nos haría llorar amargamente si la viéramos en una película? Esta pasividad tiene consecuencias y hace crecer la mezquindad. Por ejemplo: una ONG de extrema derecha repartIó comida en Valencia sólo a los españoles de pedigrí. Pero, por otra parte, los emigrantes españoles empiezan a ser expulsados de Bélgica, de Alemania. “Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”, como decía Niemöller.

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