Rebelde sin causa
La importancia de pertenecer a un grupo Pamela Golbin reflexiona sobre la pérdida de espíritu revolucionario en la moda
Hasta la mitad del siglo XX, cuando se paseaba de día por las calles de una ciudad, era posible –al menos en Europa– distinguir a simple vista la clase social de una persona, e incluso su trabajo, nada más que por su forma de vestir. Sin embargo, el gran boom económico que se produjo después de la Segunda Guerra Mundial, el acceso al consumo de las masas populares, los nuevos hábitos de compra de los jóvenes a partir de los años sesenta, así como la democratización de la moda, harían que toda esta situación cambiara, que se confundieran los esquemas preestablecidos y se transformaran los códigos hasta entonces en vigor.
La juventud: una nueva identidad. La nueva generación emergente, hasta ese momento ignorada, a la que se le había adjudicado un papel mudo, y obligada a aceptar las normas sin alterarse, rompió entonces los moldes para hacer oír su voz. Y como si hubiera llegado la hora de darles la palabra, los jóvenes salieron a las calles de las grandes ciudades buscando emanciparse de la tutela de las reglas de decoro impuestas por las instituciones conservadoras de la época. Movidos por un sentimiento revolucionario, formando grupos en constante evolución e íntimamente ligados a la emergencia de las corrientes musicales –a menudo antinómicos– que se fueron sucediendo a lo largo de las décadas (rock & roll, psicodelia, rock duro, disco, punk, new wave, gótico, rap, grunge, tecno…), los jóvenes actuaban a contracorriente del modus operandi de su tiempo.
De hecho, en vez de conformarse con pertenecer a una clase social determinada, proclamaban alto y claro, sin ningún tipo de pudor, los nuevos y diferentes estilos de vida, cada tribu hacía alarde de manera ostentosa de vestimentas cuando menos audaces, adecuándose de ese modo a los nuevos valores preconizados. Estos mismos jóvenes, haciendo gala de una gran imaginación, vestían singulares conjuntos de ropa (algo que hoy día también sucede), una sabia mezcla de atuendos alejados de sus principales funciones que, aunque así los consideraban, rechazaban la idea de transmitir una imagen transgresora, de querer convertir su cuerpo en un estandarte.
En realidad, aparte de su propio desarrollo social y la voluntad de existir a cualquier precio mostrando su mejor aspecto, dispuestos a provocar o escandalizar a su entorno, ¿qué deseaban tan ardientemente estos jóvenes? ¿Qué reivindicaban estos aficionados a los trapos de todo tipo, estos rebeldes sin causa? Pues, sencillamente, una identidad, un lugar en la sociedad o, como decía Andy Warhol, sus 15 minutos de gloria.
Pero, desde hace poco tiempo, las cosas han cambiado. Antes, los estilistas se inspiraban en el espíritu creativo de la calle. Ahora, las tribus urbanas parecen obedecer las pautas que dicta la industria de la moda. Esta evolución de la conducta se ha producido gracias a la omnipresencia de las revistas de moda, a la inmediatez de Internet y a través de los desfiles que se emiten en las páginas web, saturadas de anuncios publicitarios dirigidos a ese sector.
Queda, por tanto, claro que un signo de estos nuevos tiempos es que no hay muestras de rebeldía ni sumisión en la actitud de los jóvenes fashion victim contemporáneos. Y que están, más que nunca, en busca de una identidad fantasiosa, de una manera de dar mucho que hablar para provocar rumores. Están buscando, en definitiva, hacer mucho ruido para nada y el reconocimiento de los medios de comunicación. Porque, a pesar de su aspecto provocativo, su conducta es en el fondo tan “políticamente correcta” que nadie se vuelve a su paso. Hoy día, los jóvenes se agolpan en la calle, a la entrada y salida de los desfiles de moda, vestidos de arriba abajo a imagen y semejanza de sus diseñadores preferidos; permaneciendo, por tanto, al margen de un acontecimiento que se había convertido en un lugar de referencia, sin disponer siquiera de la preciada entrada que les permitiría acceder. Y así pasan el tiempo, fotografiándose entre ellos –prueba irrefutable de que han estado en el sanctasanctórum–, con el fin de que sus imágenes circulen en las redes sociales.
El fenómeno de la moda y sus consecuencias, su inestabilidad, los excesos y el olvido no son algo exclusivo de esta época. Ya en el siglo XVII, Jean de La Bruyère afirmaba: “Una moda es algo que, tan pronto como destruye una moda anterior, queda abolida por otra más nueva, que cede a su vez ante la que le sigue, que por su parte no será la última: así es nuestra levedad”. Pero de todos estos movimientos urbanos más o menos efímeros que se han formado en lugares públicos, y de todas estas tribus, ¿cuántos perduran? ¿Cuántos están en constante evolución? ¿Cómo podrán permanecer en la memoria colectiva sino como la imagen de un tornillo sin fin llamado a dar vueltas en la vida constantemente, y cuyo aspecto fugaz se va acelerando a toda velocidad? Con la moda, no obstante, hay que estar atentos, porque la secuencia es que siempre hay un próximo episodio… Y, como le gustaba decir a Coco Chanel, “no hay moda si no baja a la calle”.
Pamela Golbin es conservadora jefa de moda y textiles en el Museo de las Artes Decorativas de París.
Traducción de Virginia Solans.
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