Archivos públicos y secreto de Estado
España necesita un marco jurídico menos confuso en materia de acceso a documentos
El 14 de diciembre de 1976, el presidente Suárez se dirigió a todos los ciudadanos en un mensaje televisado, para afirmar que la Ley para la Reforma Política significaba que se había aceptado “el compromiso de la reforma para engrandecer la legalidad, para hacer más sólida la concordia y para crear una absoluta transparencia en los comportamientos públicos, puesto que nada de cuanto ocurre en España debe ser ajeno a ningún español”. En ese ya lejano discurso, asomaba la transparencia como objetivo político imprescindible para la democratización del país.
Se podrían buscar referencias más remotas, pero servirá esta para evidenciar que, como en otros muchos terrenos, no asistimos a ninguna novedad ligada —según algunos parecen suponer— a la expansión durante las últimas décadas de las tecnologías de la información y la comunicación, ni al advenimiento de ningún nuevo modelo de democracia, ni a ningún otro giro copernicano que guste ser formulado. Ahora que con tanta frecuencia se recurre a la Transición e incluso a la propia Constitución de 1978 para arrojar sobre ellas toda clase de culpas —procedimiento este por el que algunos lograrán eludir sus auténticas responsabilidades—, es justo recordar que nuestra carta magna estableció los fundamentos necesarios para que la transparencia ordenase el proceder de los poderes públicos. Por tanto, y dado que esta no es una cuestión novedosa, convendría, al analizar las políticas de transparencia, aclarar primero de qué estamos hablando.
Si lo que únicamente se persigue es engrosar nuestro ordenamiento jurídico con diferentes normas en cuyo enunciado figure la palabra “transparencia” y digan garantizar la publicación en Internet de un océano de datos, de tan difusa fiabilidad como interés, para que así España asome en alguno de esos rankings internacionales a los que hace tiempo se incorporaron Estados de dudosa reputación, podríamos darnos por satisfechos con la plena entrada en vigor de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Por supuesto, el acceso a una ruidosa marea de datos no asegurará a la ciudadanía una mayor ni mejor información sobre los asuntos públicos. Pero si lo que interesa es que, como en su día señaló Eduardo García de Enterría, la Administración actúe “en despachos de cristal, a la vista de todos los ciudadanos”, será mejor centrar el debate en el derecho de acceso a los archivos, a los documentos fiables y auténticos —en soporte electrónico o en papel— que produce la Administración.
La falta de atención a los archivos públicos ha llevado, en ocasiones, a entregar sus fondos documentales a la onerosa gestión de empresas privadas
Los archivos públicos no son herméticas instituciones decimonónicas que interesen en exclusiva a los historiadores. La trascendencia de los documentos en ellos custodiados desborda la dimensión cultural que tradicionalmente se les ha atribuido, para afectar a intereses vitales para los ciudadanos. Así, los archivos son, por encima de cualquier otro aspecto, garantía de los derechos de los ciudadanos e instrumentos determinantes de la eficacia y eficiencia del Estado. Su correcto funcionamiento, a cargo de funcionarios independientes, es la condición necesaria para cualquier proyecto de modernización de la Administración que persiga no sólo más transparencia, sino también la racionalización de los procedimientos administrativos, así como un mejor aprovechamiento de los recursos públicos.
A pesar de las indudables mejoras de las últimas décadas, es mucho el camino por recorrer. La falta de atención a los archivos públicos ha llevado, en ocasiones, a entregar sus fondos documentales a la onerosa gestión de empresas privadas, que están pasando a controlar información tan delicada para la ciudadanía como la generada por los hospitales públicos. La situación no es mejor en lo referido a la gestión y custodia de documentos en soporte electrónico. Las administraciones que mejor han trabajado en esta materia han impulsado comisiones calificadoras que contribuyen a ordenar el denominado ciclo vital de la documentación pública, desde que es producida hasta que, en función de sus distintos valores, es destruida o pasa a ser custodiada definitivamente en un archivo histórico.
Si España contase con un marco jurídico menos confuso y contradictorio en materia de acceso, se podría trabajar igualmente para calificar los distintos niveles de acceso a la documentación. Ello evitaría la arbitrariedad con que, en ocasiones, se permite o deniega la información. De este modo, se podrían combatir más eficazmente los casos de corrupción, porque, además de facilitar el acceso de los ciudadanos a la documentación pública, se fortalecería la labor de la Justicia en la persecución de esos delitos y se favorecería el ejercicio del buen periodismo, sustentado en datos fiables y no en especulaciones interesadas. De paso, los españoles evitaríamos el bochorno de conocer aspectos relevantes de nuestro pasado gracias a la desclasificación de documentos custodiados, por ejemplo, en los Archivos Nacionales Británicos.
Si se desea avanzar sinceramente en políticas de modernización de la Administración, que respondan a principios razonables de austeridad y contribuyan a una auténtica transparencia, habrá que desvelar el mayor secreto que guarda el Estado, el de la propia existencia de esos seguros arsenales de la democracia y el buen gobierno que son los archivos públicos.
Patricio Fernández García es archivero de la Administración de Castilla y León.
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