Es duro ser el superhéroe del barrio
La atropellada historia de Phoenix Jones, el justiciero de Seattle finalmente desenmascarado (y otros accidentes pop en la vida real)
Desde las cavernas, nos contamos historias para darle sentido a lo que carece de ello: el mundo. La ficción, la narrativa estructurada en los tres actos aristotélicos, nos permite comprender nuestro lugar en el universo, y los mitos y arquetipos que conforman el inconsciente colectivo nos ayudan a definir tanto nuestra identidad como nuestro rol en el clan.
Pero ocurre que, en flujo constante y como filtradas a través de una fina pero irreparable fisura en esa membrana que separa y protege lo vivido de lo imaginado, nos llegan desde más allá de la realidad noticias donde la ficción trata de imponerse, y los arquetipos subyacentes se revelan como más reales que nosotros mismos. Es un cliché tan gastado como irrebatible: la realidad, cada vez más y con mayor vehemencia, imita los aspectos más cómicos y tétricos de la ficción.
Desde las máscaras mortuorias de los faraones hasta el Joker de Batman, desde el teatro noh al sadomaso o las caras pintadas de blanco mórbido del black metal, es el poder mágico de la máscara el que permite realizar ese salto (in)mortal desde la ficción a la realidad y viceversa. Extraído del vertedero de noticias habitual, he aquí una pequeña muestra reciente, en orden ascendente de extrañeza y mal rollo, de fantasías enmascaradas de ayer y hoy hechas carne. Bienvenidos al pantano de lo irreal.
4. Existen los superhéroes de barrio
Según algunos cálculos, hay alrededor de doscientos superhéroes patrullando las calles de Estados Unidos. Bueno, quien dice superhéroes dice “ciudadanos proactivos con diversas habilidades entrenados para proteger”, que es como se define The New York Initiative. También gustan de llamarse X-Alt: por lo de Extreme Altruist. El NYI es un grupo de una decena de justicieros, hombres recios que suelen vestir de negro y lucir sobrenombres del estilo Dark Guardian, Jack Zero o Sniper Rebel. Sin embargo, el más conocido de todos los superhéroes que campan por Estados Unidos es Phoenix Jones, que patrulla Seattle ahuyentando camellos, persiguiendo atracadores o poniendo paz en peleas de bar.
Organizados en patrullas como una falange de serenos o trabajando en solitario, la autoimpuesta misión de estos superhéroes es velar por la seguridad ciudadana allí donde no llega la policía, imponiendo de paso un código moral aprendido en los cómics de Marvel. Tres costillas fracturadas, el tabique nasal roto, unas cuantas heridas de bala y una infección de tétanos es el razonable historial médico de Phoenix Jones, que adquirió notoriedad nacional cuando fue detenido y despojado de su máscara por usar un spray de pimienta tratando de separar una pelea en 2011.
Así es como hemos sabido que Jones se llama en realidad Benjamin Fodor, un hombre de 25 años, luchador semiprofesional de artes marciales mixtas y educador de niños autistas de día. De noche, con su máscara y su traje de látex en negro y oro y su chaleco antibalas, es el líder del colectivo Rain City Superhero Movement, con una veintena de miembros con alias como The Mantis, Purple Reign (esposa de Phoenix) o Red Dragon, todos con su traje y antifaz de diseño propio.
Como explica uno de sus acólitos, para estos ciudadanos anónimos los disfraces son indispensables pues de la misma manera que los malhechores usan las máscaras para ocultar la identidad, ellos las necesitan para definir la suya. Ahora solo falta saber si, aprobada la Ley de Seguridad Privada, además de la placa, la porra y las esposas, nuestros ibéricos vigilantes jurados se apostarán a las puertas del centro comercial con una careta de carnaval.
3. Un vampiro tuvo que repudiar la saga Crepúsculo
La siguiente historia es sórdida pero al mismo tiempo algo ordinaria. Acusado de triple asesinato por un asunto de drogas y un quítame allá esos Ángeles del Infierno, Caius Veiovis podría ser otro más de los muchos criminales con símbolos rúnicos y satánicos tatuados en la cara e implantes subcutáneos en forma de cornamenta. Con una condena previa por rajar a un joven y beberse su sangre junto con su novia, Caius Veiovis, antes Roy Gutfinski, tenía fundamentos para considerarse a sí mismo vampiro. Uno más. Pero su conflicto entre la realidad y la ficción nace precisamente de ese nome de guerre que adopta en honor al emperador Calígula –Cayo Julio César Augusto– y al dios etrusco de la venganza, Veive.
Una vez ya detenido, unas primeras informaciones periodísticas asociaron su gusto por la sangre ajena y su apelativo de origen romano con el de un personaje de la saga Crepúsculo de nombre Caius. Para un hombre tan profundamente identificado con el vampiro como mito viviente, verse relacionado con un producto de consumo para adolescentes que rebaja y embellece una antigua y brutal tradición supuso un atroz ultraje. Desde el calabozo, y con toda la ira gramatical de la que fue capaz, Veiovis dirigió una carta a los medios. “La cultura pop me hace vomitar sangre caliente –decía, algo que no sabemos si para él es bueno o malo– y os prometo que no he visto esa estúpida película ni he leído los libros, ni pienso hacerlo.”
Tatuado, cornudo y preso de por vida, Veovius se había comprometido a vivir para siempre en una ficción muy real, de modo no podía aceptar que se le relacionase con una ficción banal y pasajera, tan de moda como el vampirismo pop. La carta concluía: “Os recomiendo que comprobéis vuestras fuentes.” Por cierto, en la postdata se disculpaba por el dolor causado a las familias de las tres víctimas.
2. Hay adultos que visten de muñeca
La piel perfecta, ¿es una utopía? El cutis completamente terso y el más turgente de los pechos, ¿son una ficción? Ni siquiera la adicción más pertinaz al bótox te puede asegurar que tu cuerpo no se irá degradando con el tiempo. A menos que seas una muñeca. O mejor que ser, estar. Estar dentro de una. Vivir en una. Como nos descubrió Salomé García en un reciente artículo de S Moda, quienes practican el masking o rubber dolling no son travestis ni transexuales, no quieren ser mujeres, no les mueve una pulsión sexual largamente reprimida ni buscan en la muñeca una compañera sumisa y más bien callada. No, suelen ser hombres heterosexuales, a menudo casados o con pareja que, con la ayuda de vestidos ultrarrealistas de látex, prótesis, rellenos y máscaras con apenas un orificio por donde solo pasa la pajita de un refresco, se convierten en muñecas. Algo más que cosplay extremo, una modalidad irrespirable de drag queen.
Como Toy story solo que al revés, al enfundarse en sus femskins estos hombres quedan privados de toda expresión facial, tan solo una corteza de caucho más bien rígido. Vienen en colores diferentes, pero ellos se refieren a sí mismos como la gente vainilla. Son hombres ordinarios que buscan la atención dispensada a la mujer objeto, la cosificación de la mirada como acto definitivo de admiración. Si en la infancia las muñecas han de servir para habilitar el juego como una forma de ficción en la que imitar los roles de los adultos, el rubber dolling propone una ficción vacía. Sin narrativa, estos hombres maduros se convierten en objetos de exposición, como quien conserva juguetes, el envoltorio aún por abrir, para decorar el salón.
1. El payaso de It existió durante un tiempo en el mundo real
En la bolsa del terror, el payaso malvado es un valor seguro. Si la acciones de los vampiros están hoy al alza como las de Apple y lo de los zombies se asemeja a una burbuja, aunque relativamente reciente, el arquetipo del payaso asesino es una blue chip, una pesadilla con la que siempre podremos contar para invertir nuestras fobias infantiles a largo plazo. Tan arraigado está el miedo irracional a los payasos en nuestro inconsciente que ya tiene término clínico: coulrofobia.
Hablamos de Pennywise, el payaso homicida de dientes afilados del It de Stephen King, y de infinidad de sucedáneos de serie B, como la película Killer Klowns, de la tribu urbana/secta de los juggalos, surgida alrededor de los Insane Clown Posse, banda de rap-metal de imaginería ultrraviolenta, que causan estragos allí donde acampan. Pero es sobre todo el payaso Pogo, alter ego del más infame de los asesinos en serie, John Wayne Gacy. Condenado por el asesinato de una treintena de niños, la mayoría de los cuales enterró en el sótano de su casa, en grotesca coherencia, Gacy ejercía de payaso en fiestas infantiles. Una vez detenido, pasaba su tiempo en la cárcel pintando con poca gracia óleos protagonizados por payasos, enanitos Disney y calaveras.
Desde los jorobados, los contrahechos y los bufones que servían en las cortes de los faraones hasta el arlequín de la Commedia Dell'Arte, Krusty de Los Simpsons o el histrionismo psicótico de Ronald McDonald, el payaso ha aguantado más humillaciones que nadie en la historia de los mitos. Como explica Mark Dery en su libro The Pyrotechnic Insanitaryum, el payaso ha llegado a sustituir en la cultura pop el papel del tonto del pueblo como chivo expiatorio, objeto de mofa y válvula de escape de la culpa de la comunidad. De modo que no vale extrañarse si ahora busca venganza.
Si Twitter es el mundo real, a éste se le heló la sonrisa el pasado septiembre cuando comenzaron a brotar avistamientos –con sus consiguientes twitpics– de un payaso muy similar a Pennywise apostado inmóvil en las calles de Northampton, en el centro de Inglaterra. El inquietante pantomimo no interactuaba, tan solo se dejaba ver, pronunciaba de vez en cuando la frase icónica de Pennywise, “beep beep”. Posteriormente se ha abierto diversos perfiles en las redes sociales, ha explicado que su intención no era asustar a nadie, sino más bien entretener.
Entre la risa forzada y la histeria demente, a solo un paso de la risotada homicida, detrás del burdo maquillaje y un estilismo de mamarracho, el arquetipo del payaso parece esconder algo. Sumen a la bula para el comportamiento extravagante un acceso sin restricciones a los niños y tendrán un personaje genuinamente aterrador, un infraser donde confluye la comedia como acto de crueldad, lo más impenetrable y oscuro de la psique y la sed de venganza.
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