La electricidad en Argentina, una reflexión para España
El que la energía tenga un precio tan bajo ha llevado también al despilfarro
Si bien hacer extrapolaciones puede no ser aplicable de un contexto a otro, las experiencias a veces son ilustrativas para entender los procesos a largo plazo.
Argentina padece en éstos días una tremenda crisis de su sistema eléctrico. El sistema de generación está en sus límites y sólo puede abastecer la demanda disminuyendo la potencia de la energía y gracias a que el sistema de distribución ha colapsado, en parte por la obsolescencia y en parte por las muy altas temperaturas que han superado máximas históricas, produciendo cortes en el suministro a vastas áreas de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, donde se concentra el mayor consumo del país.
Esos cortes han durado días y en casos semanas, y de alguna forma han descomprimido la demanda.
Debe aclararse que en Argentina las tarifas de electricidad tienen valores irrisorios, como consecuencia del congelamiento de los precios de los servicios públicos a partir de la crisis del año 2001, y han permanecido prácticamente estabilizados desde entonces a pesar de que el país ha sufrido un fuerte proceso inflacionario y el dólar, el cual regía por contrato los valores de la energía hasta el 2.001 ha multiplicado su valor por 8 o 12 veces, según se considere el valor de esa moneda a la cotización oficial (para el primer caso) o al mercado informal o paralelo como se lo llama en Argentina, en el segundo caso.
El que la energía tenga un precio tan bajo ha llevado también al despilfarro, lo que contribuyó también a la crisis actual.
Pero es muy útil analizar este proceso en el contexto de la historia. Los servicios públicos — entre ellos la electricidad— fueron desarrollados en Argentina por empresas e inversión extranjera a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX, y tuvieron un nivel de excelencia en las primeras décadas de éste último siglo. Si bien durante la Segunda Guerra Mundial, al estar en conflicto los países de las casas matrices de las empresas prestadoras, éstas retacearon inversiones, los servicios continuaron siendo más que aceptables.
Fue precisamente allí, a mediados del siglo XX cuando el gobierno de Perón y con su política de justicia social decidió congelar los precios de los servicios en un contexto inflacionario, buscando también congraciarse con sus electores a costa del capital extranjero.
Los usuarios consideran los precios bajos de los servicios como un derecho adquirido
Las empresas comenzaron a tener quebranto, y, como era previsible, suspendieron las inversiones que tenían en carpeta y que se tornaban imprescindibles en un país que se expandía.
Al cabo de unos años los servicios sufrieron un fuerte deterioro y fueron un dolor de cabeza para las autoridades de turno.
Como el país tenía acceso al crédito internacional en esos años, encontraron que la mejor solución era estatizar las compañías y encarar las cuantiosas obras con deuda externa y garantía publica. Y así lo hicieron, sin reparar en que ese endeudamiento contribuyó también a la “gran deuda externa” que el país no pudo pagar unos cuantos años más tarde.
Se hicieron las grandes obras, pero la estructura de precios y costos no se modificó. Luego de muchos años de quebrantos en las empresas —que venían desde cuando estaban en manos privadas—, sumado a un descontrol administrativo y politización de las decisiones, se generó un colosal déficit fiscal. En ese contexto, no se pudo continuar el ritmo de las inversiones, y los servicios volvieron a deteriorarse.
El déficit a su vez solo pudo cubrirse con emisión monetaria sin respaldo, ya que el sistema financiero internacional no estaba dispuesto a prestar para esos fines, generándose la conocida hiperinflación.
Para salir de la encrucijada y en un cambio de política, en la década de los 90 se resolvió reprivatizar las empresas y que la modernización de los sistemas se haga con aporte externo, como había sido originalmente.
El nuevo quebranto del sistema es de tal magnitud que el Estado debe subsidiar a las empresas
Empresas extranjeras —entre ellas, españolas— compraron las compañías de servicios en licitaciones, aportaron capital y asumieron deuda externa con su propia garantía y devolvieron funcionalidad a los servicios en Argentina, cubriendo satisfactoriamente la demanda.
Luego vino la crisis de la deuda externa del 2001. El país no pudo cumplir sus obligaciones, y en el paquete de decisiones congeló los precios de los servicios públicos que por contrato estaban atados al dólar, que triplicó en ese entonces su valor a consecuencia de la crisis.
Con el transcurso de los años, los precios en general de los bienes y de los otros servicios comenzaron a adecuar su valor a las nuevas circunstancias, mientras los de los servicios públicos permanecieron congelados con un doble propósito: congraciarse con los electores a costa del capital externo brindándoles servicios por debajo de su coste, y castigar a aquellas empresas que vinieron al país en tiempos del menemismo, como un acto de repudio a esa época.
Las multinacionales entendieron como venía la mano, y, dolidas y ajenas a las disputas internas, mayoritariamente se fueron del país entregando las empresas a precios de ganga —que siempre es mejor que devolverlas al Estado a cambio de nada— a unos fondos de riesgo conformados principalmente por inversores locales. Éstos a su vez, compraron activos a una décima de su valor, con la esperanza de que la situación a futuro se revertiría. Pero ha empeorado.
El nuevo quebranto del sistema es de tal magnitud que el Estado debe subsidiar a las empresas para que no suspendan los servicios con unas sumas tan colosales como las que se requirieron décadas atrás para socorrer a las empresas cuando estaban en la órbita estatal. Pero esas sumas apenas cubren los costos operativos, no alcanzan para las inversiones que exige el consumo, que a su vez ha crecido como consecuencia de la expansión del país en la última década.
Además, esos enormes subsidios sólo pueden cubrirse con emisión monetaria sin respaldo, lo que ha llevado la inflación cercana al 30% en el 2013.
Mientras los usuarios se quejan desesperadamente y cortan las calles de Buenos Aires en protesta, el Estado culpa a las empresas por la falta de suministros y el supuesto incumplimiento de brindar los servicios según los contratos originales.
A su vez, los usuarios, luego de tantos años consideran los precios de los servicios a éstos valores como un derecho adquirido, como las vacaciones, o la indemnización por despido.
Y éste último capítulo acontece justo cuando la Argentina ha vivido posiblemente su mejor momento económico internacional en su historia y el país ha tenido su racha más extensa de crecimiento. Como solemos decir acá, es como chocar con el coche de una noria.
Ricardo Esteves es empresario argentino, y cofundador del Foro Iberoamérica.
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