“Con la soledad nos vamos; hay que cuidarla, aceptarla y no temerla”
La actriz Ángela Molina, que comenzó con Buñuel, ha repetido con Almodóvar y más recientemente ha sorprendido con Pablo Berger, lleva cuatro décadas actuando Considerada un rostro clave en el cine español, es heredera de una familia de artistas y no olvida el origen de su inspiración: la voz de su padre
Esta mujer dice que viene de una raíz florida. Su cara, angulosa y bella, evoca en seguida intensidad, hondura, como si fuera a cantar jondo; pero ríe, todo el tiempo ríe. Parecería que esa cara que el cine ha convertido en un icono español de este tiempo esconde otra y otra y otra más. Porque es una actriz. Pero cuando ríe así, hablando de su vida y no de lo que interpreta, es Ángela Molina, la hija de Antonio y Angelita, una de las ocho consecuencias de una larga historia de amor.
Enmarcada en el pelo largo, en el que ella ha dejado que crezca libre el tiempo, pues ahí están, cubriendo sus orejas, las canas que peina cada día en esta casa en la que su padre, el cantante Antonio Molina, es una figura que se ve, se oye y se toca. Ángela Molina. Ella es, en efecto, hija de una raíz florida. Ella cuenta la historia de amor de la que viene como si hubiera pasado hace un rato.
Su padre, aquella impresionante voz, era “un niño como El Buscón de Quevedo”; a los cinco años se escondía de las bombas en las cuevas de Málaga, “se agarraba al pecho de su madre, huía del pánico cantando para no oír el estruendo”. Ahí descubrió él mismo la potencia de su voz. Y ahí mismo empezó a cantar para vender leche: “Lo metían en un lado del burrillo y ponían el cántaro en el otro costado. Él cantaba lo que vendía”. “Gente del barrio nos ha contado”, cuenta Ángela, “que abrían los balcones y gritaban: ‘¡Ya viene el niño de la leche!”.
La voz lo llevó fuera de casa, “se fugaba y lo devolvía la Guardia Civil. Se iba a cantar por los caminos y por los bares”. Hasta que le dijo al padre que se iba a Madrid, a cantar. Y se fue caminando. Seis meses tardó en llegar Antonio Molina de Málaga a la ciudad en la que ya viviría luego, primero en la miseria, siempre de la voz. “Cantaba en las puertas de los bares, y le daban una albóndiga o lo que fuera…”.
Fue en un autobús de Fuencarral donde se produjo el flechazo que es la raíz florida de la que habla la hija. Iba en busca de un amigo y desde la ventanilla vio a una mujer que en seguida se dibujó “como la mujer de su vida”. Pero el autobús siguió y él la perdió. En casa de su amigo comió sin ganas hasta que sonó la puerta y ahí estaba la mujer del cuento; que llegaba con el pan. El azar y la raíz. A él lo llamaban El Niño (“que venga a cantar El Niño”, decía Manolete), tenía 17 años; ella, 14. Jamás se separarían luego. “El flechazo siguió hasta que murió él… Una pasada de amor. Al final aún le decía: ‘Ay, ponte la bata de ayer, que estabas muy guapa con ella’. Él era un mito, pero las aguas siempre estaban claras entre ellos; mi madre daba sentido a todo lo que pasaba”.
La madre es el equilibrio, “la inteligencia, el sentido común”. Y el padre, “el purasangre del arte”. Cuando ella echó a volar tenía 17 años, “había estudiado toda mi vida danza y arte dramático y ya podía dejar la casa, que era como un nido de pueblo”. “Fíjate”, dice, “el tema de la primera película, que hice entonces con César Fernández Ardavín, No matarás: una muchachita de pueblo, que era yo, viene a la ciudad, se queda embarazada y por no tener cómo abortar como Dios manda, se moría en el intento. La viví desde la inocencia. Jamás la vi de nuevo, me gustaría hacerlo”.
La casa de los padres era tan grande que la chica que servía, Angustias, “se iba con el patinete de mis hermanos a abrir la puerta… Era un personaje lorquiano. Había varios salones, el de la chimenea, el cuarto donde estaba el piano… Cuando volvía del colegio, oía el piano y me iba a verlo, a tirarme en el sillón a escucharle y me quedaba a su lado hasta que me llamaban a comer”. Él le decía todo cantando: “Se afeitaba y si quería un beso, me lo pedía cantando, me ponía el morro para dármelo, pero se giraba sutilmente y me manchaba toda la cara de espuma”.
“Un hombre muy feliz y muy sufrido. Sin pudor. Si tenía que llorar, lo hacía, se desahogaba”. Ella nació en la época dorada, cuando aquella voz dominaba escenarios, más potente aún que la vida. “Luego vino una especie de valle, donde la canción española fue relegada. Y aunque el pueblo siempre lo mantuvo en su sitio, el espectáculo ya iba por otro lado. Por ejemplo, se implantó el play back, y él no soportaba el play back, cantaba siempre distinto”.
A Ángela, aquel declive le produjo “una ternura infinita, porque él sabía que ya no podía expresar los mismos sentimientos de siempre; él no era Frank Sinatra, capaz de cantar siempre de la misma manera; su naturaleza duró lo que duró, y eso afectó a su voz”. La voz, en cierto modo, fueron en seguida los hijos. “Yo empecé a actuar, y ante él era una colega rendida. Su orgullo éramos nosotros, era feliz a través de lo que nos sucedía… Uno no se recupera de esa energía: la revives, la rememoras; yo hablo con mi padre cada día en mi pensamiento y me emociono muchísimo pensando en el tiempo. Qué es, qué es el tiempo. Han pasado 20 años desde que murió, pero el tiempo no ha pasado. El amor detiene el tiempo”.
A veces Ángela gira su cabeza, como si quisiera poner su largo pelo, blanco, negro y tostado, en orden; sus ojos (esos “pozos de agua clara” de los que escribió aquí Vicente Molina-Foix) son como flores salvajes que va moviendo como si, al rememorar, viera también los largos pasillos, el patinete, como si estuviese viendo el piano o a Antonio Molina cantando para pedirle un beso mientras se afeita. Mirar así, parece, le alivia de la soledad. “Cuando ocurre la oscuridad, cuando se produce el silencio de una voz así, que llevas dentro, descubres la soledad… Y la soledad es cada vez más grande; pero con ella nos vamos, así que hay que cuidarla, aceptarla y no temerla, sino adorarla de alguna manera. Es así y es así para todos”.
Hablo con mi padre cada día en mi pensamiento Ángela Molina
En ese transcurso vino Luis Buñuel, la vio en Camada negra, de Manuel Gutiérrez Aragón (“divino, qué hombre más divino”), pidió material, la recibió (“llovía, llegué chorreando, él me quitó la capucha con mucho amor, me acarició la carita: ‘Cómo te has puesto de agua, niña”) y se convirtió en una de sus actrices. “Nos sentamos, empezamos a hablar de pájaros, de jamón pata negra, de mis hermanos, de mi padre, de todo. Fue muy ilusionante, muy dulce… Salí de allí como una niña con zapatos nuevos. Él era generoso hasta decir basta. Te cogía bajo el ala y no te dejaba hasta que tenía la certeza de que tú habías entendido lo que tenías que hacer. Y luego ante él sentías la libertad pura, porque era el mejor espectador; era más espectador que director una vez que llegabas a la acción. Era un niño”.
Ahora ella es la más grande de la casa, y la casa se ha desparramado… Todos los hermanos (Mónica, Miguel, Antonio, Paula… “¿Te acuerdas de Ópera prima?, pues ella era aquella chica, qué voz, como una campana, pero lo dejó, qué pena, era una actriz que me encantaba”) andan por ahí, haciendo arte o sus cosas, pero ella no asume ningún liderazgo, “ni con los nietos… Soy Ángela, llamo y les digo soy Ángela, soy la que soy, pa qué más”. Nunca tuvo la tentación de dejarlo, detrás de los hijos, de los nietos. “Si lo dejara es como si dejara mi piel. Lo dejaré en el cementerio, supongo”.
Hace de todo, “de tó”. El padre le decía: “Tu harás de tó, de tó, de todo tipo de perzona, de todo tipo de muheres, de puta, de monha, de tó”. Así, en andaluz, que es también el acento que a ella se le pone dos minutos después de llegar al Sur, de donde vino El Niño a cantar… “Su vida era caminar, pero su acento lo mantuvo impecable. ‘¡Harás de monha, de puta!’. ¡Tenías que haberlo oído!”.
Creo que el ser humano se está haciendo muy grande; es más solidario Á. M.
Ángela Molina habla como si estuviera escuchando, mira así, cubriéndote con esos ojos. A veces me fijo en su pelo, en la nobleza blanca de esas guedejas, en el tiempo que ha pasado por ellos. ¿Y cómo ve el mundo? ¿Estos alrededores tan difíciles? “Muy interesante, muy necesitado de lo humano en todos los aspectos y más que nunca, pero muy vivo. Creo que el ser humano, que crece con los errores, se está haciendo muy grande, no nos queda otra; y es mucho más solidario, más veraz, estando acongojado como está. Hay que tener cuidado, creo que lo sabemos y que estamos en eso. Cuidado en todos los sentidos. En el humano y en el profesional, en el práctico, en el de comer cada día. Es lo que hay”.
–Dice usted que viene “de una raíz florida”.
–¿¡He dicho eso yo!? ¡Lo he dicho y ya no sé qué decir! Sí, será porque esa raíz ha dado sus flores y sus frutos…
Tiene cinco hijos y tres varones (“de todas las sangres, ¡fíjate si me gusta lo extranjero, ja ja ja!”), “y esa es la postal más feliz de mi vida… He trabajado ya con mi hija Olivia, actriz como yo. La respeto, la adoro, y aunque no debiera decirlo, creo que en el teatro es la única persona que me ha hecho llorar. Es que tiene un alma y un cuerpo escénico que es una pasada”.
Con sus hijos es producto también de esa “raíz florida”, “con ellos soy muy de hacer lo que quieran, pero no sin antes decirles lo que yo pienso, es una semilla”. Alrededor de la cocina, varios cuadros de Schnabel reproducen “el mundo, la voz, de Antonio Molina”. En esta voz de Ángela hay un eco que se escucha en la casa hasta cuando no se oye nada, y es que cuando mira, cuando mueve su pelo, cuando se acaricia el tiempo que se ha detenido en el cabello que lleva suelto, parece que esta mujer es la niña que corre a mediodía a besar al que toca el piano. Ahí está la raíz.
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