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Columna
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Amarante

Los cuervos pueden hablar mejor que los loros, se les da bien el latín y tenían fama en la antigüedad de ser buenos mediadores con el más allá

Manuel Rivas

Caminamos por la floresta de Amarante, en Portugal, algo así como la cuna de la saudade. Aquí nació Teixeira de Pascoaes, que reforestó de poemas la Serra do Marão. Para algunos, como Mario Cesariny, Teixeira era mejor poeta que Pessoa, aunque este solo citó una vez al amarantino: “A folha que caía / era un alma que subía”. Son muchas las hojas que hoy caen y las almas enjambran de niebla el bosque. El río Tâmega baja brioso, quiere echarse fuera. Pero lo más salvaje del parque son las jaulas con aves prisioneras. Hay tórtolas, faisanes y pavos que se dejan fotografiar. No así el cuervo. El cuervo saluda muy amable, dice “hola” tres veces, pero enmudece al ver la cámara. Los cuervos pueden hablar mejor que los loros, se les da bien el latín y tenían fama en la antigüedad de ser buenos mediadores con el más allá. El de Amarante es tan inteligente que no se deja fotografiar y me da la espalda. Un prisionero indócil, que prefiere tener mala prensa antes que hacerse el simpático. En El mar interior, Philip Hoare cuenta que los cuervos graznan de dolor y viven el duelo por los suyos de una forma tan intensa como los elefantes y las ballenas. Los animales no escriben biografías, pero son buenos para pensar. Podemos imaginar el mar antes y después de la gran matanza industrial de cetáceos. La historia que relata Hoare es estremecedora. Solo en el Antártico, en el periodo de la guerra fría, fueron cazadas cerca de 350.000 ballenas. También en esta guerra los humanos declararon sus héroes. Entre todos, Valentina Orlikova, una atractiva arponera y capitana soviética que llegó a aparecer en la portada del Harper’s Bazaar, y de la que se enamoraría la escritora Anaïs Nin. Por mi parte, y ya que no tuve el valor de abrir la jaula, pido la libertad para el cuervo de Amarante.

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