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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Kennedy

A veces en mayo, por unos días y sin que sirva de precedente, el clima de Nueva York tiene una exquisita dulzura. Dulzura es una palabra que yo no usaría por nada del mundo, salvo aplicada a la ciudad de Nueva York, donde pasa de ser cursi a ser insólita, a medio camino entre la delicadeza y la brutalidad, como las carantoñas de un gorila.

Hace unos días, al hilo de la edad y la efeméride, un periodista me pregunta cómo viví la muerte de Kennedy. Espera un relato, pero mi respuesta es apestosa: no me acuerdo. Como buen aficionado a la historia, soy negligente con la actualidad. Llego tarde a la noticia y deduzco lo sucedido de las reacciones y comentarios de los demás. En cuanto a la memoria, nada menos fiable. La mía me retrotrae a la entrada de un teatro de Barcelona la noche de autos. Había quedado con un amigo y lo encontré alterado. ¿Qué te pasa? ¡Hombre, lo de Kennedy! Así empiezo a enterarme del magnicidio, por el final. Sería demasiada coincidencia que esa noche la obra de teatro fuera un drama histórico de William Shakespeare. Lo pienso ahora porque el asesinato de un presidente de los Estados Unidos podría ser la versión moderna de los sangrientos crímenes monásticos que Shakespeare pone en escena. En primer lugar, porque mientras ocupa el cargo, el presidente de los Estados Unidos es un monarca absoluto. Todo el poder se concentra en su persona. El vicepresidente está de reserva; los ministros, figuras imponentes (por decir algo) en muchos países, allí se llaman simplemente secretarios; las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia están subordinados al presidente, y el parlamento puede poner trabas a sus decisiones ejecutivas, pero no tomarlas. Que tanto poder se acabe de un tiro es un gran golpe de efecto. En segundo lugar, porque solo Shakespeare se atrevió a decir que muchas veces se llega al poder por la vía rápida del asesinato. Shakespeare vivió una época turbulenta y sabía de lo que hablaba. En el teatro clásico español la aparición del Rey en el último acto pone orden, restablece la justicia y derrama bendiciones. Los reyes de Shakespeare son delincuentes que ni siquiera se molestan en disimular sus métodos y su trayectoria. Tal vez por eso seguimos buscando en el asesinato de Kennedy un argumento que todavía hoy, medio siglo más tarde, se resiste a tomar forma. Demasiada historia comprimida en una sola bala sin causa y sin complot. La secuencia de Dallas es la película más corta e intensa de la cinematografía americana, que nos tiene tan mal acostumbrados. Pero todo parece indicar que no hubo más. Sin ton ni son se apagó un periodo que, al margen de ideologías, tuvo un brillo inusual en la política de la intriga y el cambalache.

La memoria vuelve a engañarme y me transporta al año 2001, a la benigna mañana de Nueva York a que me refería antes. Esa misma tarde tomo el avión de regreso. Con las maletas hechas y sin nada en que ocupar la espera, aprovecho la bonanza para dar un paseo por Central Park. En el Metropolitan Museum se ha inaugurado una exposición temporal sobre Jacqueline Kennedy y decido echarle un vistazo, más por curiosidad que por mitomanía. A la puerta de la sala me detiene una señora con una copa de champán en la mano. ¿No he visto el rótulo? La exposición se abre mañana. Hoy es solo para la prensa. Vuelva, le gustará. Le digo que mañana ya no estaré en Nueva York. Sonríe y me invita a pasar. Digamos que es usted un corresponsal que ha olvidado la acreditación, dice con la elegante actitud de no dar importancia ni a su autoridad ni a su entorno. Por lo visto, no todo se perdió en Dallas aquel día. Dentro, los vestidos, los sombreros, fotos en blanco y negro de la pareja presidencial en la escalerilla del Air Force One.

Al salir es un día de otoño frío y gris, con intervalos nubosos, pero no en Nueva York hace más de diez años, sino otra vez aquí y ahora, mientras escribo sobre fechas, sucesos y recuerdos confusos. Con el pasado no hay quien pueda. La historia pasa; la moda, en cambio, permanece.

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