España de mártires
¡Triste historia la nuestra! Unos elevan a los altares a sus muertos, sin duda inocentes, que —gente de pueblo y de los pueblos, como se ve, y a veces jóvenes que buscaban una salida de la miseria familiar en la institución eclesiástica— murieron, en muchos casos sin comerlo ni beberlo, a manos de la barbarie. Otros no han tenido la oportunidad de un homenaje digno a su persona, pese a que, tan inocentes como los anteriores —gente de pueblo y de los pueblos, como se sabe, y a veces jóvenes que buscaban una salida de la miseria familiar con las esperanzas puestas en un futuro mejor, en una España más justa y quizá próspera, que preconizaba el régimen republicano— murieron, en muchos casos sin comerlo ni beberlo, a manos de la barbarie. La realidad es que unos y otros se vieron privados de su vida: los restos de unos reposan en una humillante fosa común que es “destierro”. Los de los otros puede que en un cementerio que es “camposanto”. Huesos, al fin: es el resumen.
Lo que indigna y humilla es que nuestro edificio de convivencia esté asentado sobre las fosas y los altares. En nuestra convivencia germina siempre la semilla de la violencia, que anida en el fondo más oscuro y temible del alma de los hombres (J. Leguina). Y cuando surge de pronto nos deja el país lleno de huesos, secos y sin color de vida ni banderas; fracaso de una vida y de un país. Huesos indiferentes a los homenajes, sean del altar o sean del silencio, la lágrima y el homenaje laico —cuando se ha hecho posible—, a su memoria. Muertos de un lado y de otro, España subterránea, dignos o indignos, indignos o dignos... deploro vuestra muerte, y ya os siento —con frecuencia confundo realidad y deseo— fecunda raíz de convivencia, aún no brotada, más pujante.— Heliodoro Fuente Moral.
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