El federalismo como magia
Cuanto más nacionalista se hace el PSC, menos votos saca entre los catalanes
A fin de promocionar el Estatuto de Cataluña, el siempre imaginativo Pascual Maragall se inventó un nuevo concepto político: el “federalismo asimétrico” (como si en EE UU o en Alemania existieran un par de Estados o de länderde primera y el resto fueran de segunda categoría), cuya finalidad última la expresó claramente el mismo Maragall: “El objetivo del Estatuto es la desaparición del Estado central en Cataluña”.
Una vez formado el primer tripartito (año 2003) se inició el proceso estatutario que habría de llevar al “federalismo asimétrico”, pero en el Parlamento de Cataluña la puja por acrecentar la asimetría se hizo insoportable, pues a cada propuesta de aumento competencial le seguía algún Groucho Marx pidiendo “además, dos huevos duros”, hasta que el proyecto encalló en el Parlamento catalán; entonces Rodríguez Zapatero llamó a Mas a La Moncloa y consiguió desatascarlo. Más tarde volvería a requerir al líder de CiU, cuando el texto volvió a quedar varado en el Congreso de los Diputados. Nadie supo jamás por qué ZP ponía tanto empeño en pro de aquel estatuto, un proceso político puesto en marcha por auténticos aprendices de brujo, que no sirvió para otra cosa que no fuera exacerbar el separatismo.
En el preámbulo y en el título preliminar del Estatuto estaban la afirmación de Cataluña como “nación”, “la realidad nacional catalana”, el “derecho inalienable de Cataluña a su autogobierno… que se fundamenta en los derechos históricos del pueblo catalán, en sus instituciones seculares y en la tradición jurídica catalana”. La permanente autorreferencia se resumía en el artículo 2.4: “Los poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña”, que es la expresión típica que utiliza cualquier Constitución para proclamar la soberanía nacional.
El texto del Estatuto que llegó a las Cortes, que tenía 227 artículos era, constitucionalmente, un disparate y por mucho que se “peinara” pretendiendo encajarlo en la Constitución, el trabajo resultó una misión imposible.
Hay que colocar ante los partidos separatistas el letrero de Dante: Fuera de la ley, “perded toda esperanza”
El Estatuto no cabía en la Constitución porque hacía mangas y capirotes de la multilateralidad, concepto intrínseco a cualquier Estado compuesto (federal o de otro tipo). No lo era por su sistema de financiación. No lo era porque pretendiera crear catalanes de primera (los que hablan la lengua “propia”) y catalanes de segunda (los castellanohablantes). En suma: no lo era porque, como me confesó en privado un veterano líder comunista, “no estamos ante un proyecto de ley, sino ante un acta de rendición”.
El texto del nuevo Estatuto nunca se discutió en órganos internos del PSOE, como son el Comité Federal y el Grupo Parlamentario; y además echaba por tierra el acuerdo interno tomado por el PSOE en Santillana al inicio del proceso estatutario.
Los diputados del PP (partido al cual, desde el inicio, se quiso dejar fuera de cualquier acuerdo) recurrieron 128 artículos.
Eran seis los pilares básicos en los que estaba asentado el nuevo Estatuto: la nación, la lengua, el poder judicial en Cataluña, las competencias, la bilateralidad y la financiación; y el Tribunal Constitucional los desmontó todos.
Y cabe preguntarse: ¿es ese federalismo (asimétrico) el mismo que la dirección del PSOE pretende colar ahora mediante un cambio constitucional?
De ser así, como muchos nos maliciamos, la dirección del PSOE pretendería volver, como la burra, al trigo maragalliano-zapaterista, para resucitar un Saturno que se merendó a todos sus inventores, dejando tras de sí frustraciones y derrotas. Y todo ello, ¿solo para intentar “encajar” al PSC dentro del PSOE?
Antes de tomar una decisión tan arriesgada, a la dirección del PSOE le convendría echar una ojeada sobre la marcha electoral del PSC a partir de que Maragall entró en la liza autonómica con sus “ideas geniales”:
Año 1999, Maragall: 1.183.000 votos y 53 diputados.
Año 2003, Maragall: 1.026.000 votos y 42 diputados (primer tripartito).
Año 2006, Montilla: 790.000 votos y 37 diputados (segundo tripartito).
Año 2010, Montilla: 575.000 votos y 28 diputados.
En 2012, Pere Navarro: 524.000 votos y 20 diputados.
En pocas palabras: desde que empezó este baile, el PSC ha perdido 33 diputados, el 62% de los que tuvo en 1999, y 669.000 votos, el 56,5% de los que obtuvo antes de que empezara la yenka estatutaria. Al PSC, que siempre nutrió gran parte de sus urnas con votos de gente de origen inmigrante, le ha resultado letal subirse al carro identitario. Una actitud, la del PSC, que no se entiende en el resto de España, pero que tampoco se entiende en Cataluña. Las encuestas de opinión —y las urnas— lo han dejado meridianamente claro: cuanto más nacionalista se hace el PSC menos votos saca.
Y uno se sigue preguntando: ¿Merece la pena resucitar ahora el disparate de la política territorial maragall-zapaterista solo para darles gusto a los socialistas catalanes en su deriva suicida?
Mucho más razonable sería olvidarse de las cuitas del PSC y poner pie en pared, dentro y fuera de Cataluña, para colocar ante los partidos separatistas el letrero que Dante imaginó en la entrada del Averno: fuera de la ley, “perded toda esperanza”.
Joaquín Leguina es economista y fue presidente de la Comunidad de Madrid.
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