G20: ¿hay alguien ahí?
Por favor, ¿la salida? Foto:DIEGO CRESPO(EFE)
En septiembre de 2003 fui testigo de la transición que establecería la importancia futura del G20. Fue durante la Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio en Cancún, una ocasión que muchos recuerdan como el descarrilamiento de las negociaciones de la llamada Ronda de Doha. Por primera vez en la historia de esta organización, una coalición de países en desarrollo liderada por grandes economías emergentes como Brasil, Argentina e India estableció una mayoría de bloqueo que rompía el ‘business as usual’ impuesto por las potencias comerciales más ricas, como EEUU y la UE. Su oposición –basada en una brillante estrategia de alianzas e incidencia pública- puso fin a un sistema que desde mediados de los 90 se limitaba a bendecir los abusos y el doble rasero de los subsidios agrarios, las patentes farmacéuticas y las empalizadas migratorias.
La batalla de Cancún fue el principio de una transformación geopolítica global que la crisis financiera de 2008 no hizo más que formalizar. El G20, un foro de 19 países más la UE y algún invitado, ha sustituido al G8 como el referente principal de discusión de la economía mundial. Bienvenido sea, aunque su eficacia esté todavía por probarse.
Es difícil exagerar la importancia de este espacio. Su composición combina a naciones ricas (el G8 más alguna otra como Australia) con economías emergentes como Turquía, Brasil o Sudáfrica. La diferencia entre el país más rico y el más pobre de este grupo asciende a la friolera de 64.000 dólares per cápita. Pero lo que les une no es tanto su capacidad económica como su papel de potencias regionales: ninguno de los problemas más relevantes que afectan al planeta puede ser resuelto por completo sin el concurso de estos países.
Por eso su inoperancia resulta en ocasiones tan irritante. Algunos de estos asuntos, como el saqueo global de los paraísos fiscales o la volatilidad de los precios de los alimentos, encuentran en este foro un espacio casi único de relevancia política. Uno que hasta ahora ha fracasado. En otros casos, como en el de la lucha contra el cambio climático, el G20 puede jugar el papel de impulsor (o, ay, lastre) de las negociaciones que tienen lugar en otros procesos multilaterales.
La presencia de España comoinvitado permanentellama la atención por varias razones. La primera de ellas es que nuestro país ofrecía en 2008 un liderazgo que no estaba basado en la fuerza militar o la capacidad económica, sino en la solidaridad. Dicho de forma simple, la cooperación internacional (en particular algunas decisiones, como la contribución al Fondo Global contra el SIDA, la Malaria y la Tuberculosis) abrió a nuestro país las puertas de uno de los foros de discusión más influyentes del planeta. Una lección que debería ser tenida en cuenta ahora que el Gobierno está reduciendo los programas de ayuda a un buen recuerdo.
La segunda particularidad está relacionada con la incapacidad de España para jugar algún papel relevante en este foro. Siguiendo la tradición mejor establecida de nuestra política exterior, no pintamos nada. Reunión tras reunión, nuestros gobiernos (este y el anterior) han actuado como convidados de piedra en el G20, que es tanto como quedarse en la silla en un carnaval. Nada de eso va a cambiar durante la cumbre que comienza mañana en San Petersburgo (les reto a que nos envíen la posición del Presidente ante la reunión o las actas de los sesudos debates preparatorios del Parlamento), pero uno empieza a pensar que esa silla debería estar ocupada por verdaderos líderes regionales que tengan algo que decir en los debates globales. Como Senegal, por ejemplo.
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