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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Antes de disparar

EE UU debe reflexionar sobre las consecuencias de una respuesta a las provocaciones de Siria

Solo falta la orden de fuego, que debe dar el presidente de Estados Unidos. Las armas apuntan ya al objetivo, la Siria de Bachar el Asad, declarada culpable de atacar a la población civil con armas químicas en el último episodio de una larga y cruel guerra civil que es, ante todo, responsabilidad del régimen que la ha desencadenado. Antes de disparar quedan todavía unos segundos para reflexionar, tal como ha pedido ya el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, con toda la razón y los argumentos del mundo.

Que El Asad merece una respuesta de la comunidad internacional y a ser posible definitiva respecto a su poderío militar y su capacidad para dañar a los sirios no debiera ocupar ni un segundo de dicha reflexión previa al disparo. Si acaso, sería oportuno un cierto remordimiento de todos por la tardanza en reaccionar ante la matanza perpetrada a conciencia desde marzo de 2011 hasta enzarzar el país en un enfrentamiento sectario y civil sin fin.

Nadie duda de que el comportamiento de El Asad “es inaceptable y no puede quedar sin respuesta”, tal como ha señalado la OTAN, pero las vacilaciones del último segundo que han empezado a corroer los ímpetus guerreros iniciales responden al cálculo racional y al sentido político de los principales líderes occidentales. Un golpe aéreo contra instalaciones sirias, en respuesta y castigo por el comportamiento criminal del régimen, podría contar con los mayores fundamentos morales y producir en cambio los peores efectos prácticos, incluso en el caso de que los disparos se dirigieran a liquidar la cúpula entera del régimen.

Hay serios argumentos de legalidad internacional que desaconsejan la acción militar de Estados Unidos con el auxilio militar perfectamente prescindible de Francia y Reino Unido. A la imposibilidad de una resolución del Consejo de Seguridad, bloqueado por el derecho de veto de Rusia y China, se suma la extrema prudencia con que los países amigos y las organizaciones aliadas, a excepción de Londres y París, y estos probablemente por malas razones, han acogido la exhibición de voluntad bélica de Washington. Poco entusiasmo se ha visto en la Alianza Atlántica y la Liga Árabe, plataformas adecuadas para construir la legitimidad internacional que supla la ausencia de una resolución de Naciones Unidas, como sucedió con el bombardeo de Kosovo en 1999.

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Pero son los argumentos pragmáticos y resultadistas los que más debieran preocupar a EE UU y sus aliados. No se puede pasar del más absoluto caos al orden perfecto y menos gracias al disparo de un puñado de misiles, por más buena que sea la puntería. Resolver una guerra como esta requiere mucha mano izquierda diplomática y mucho talento político en acción, además de paciencia, cosas que se han echado en falta en estos dos años y medio de crisis siria, mientras los europeos estábamos entretenidos en nuestras crisis y Obama en sus batallas domésticas, con la reelección en primer término de sus prioridades.

Hay muchas fuerzas en la región interesadas en meter a Obama y a Estados Unidos en un nuevo avispero, en el que la superpotencia siga dejando su prestigio, su dinero y sus soldados, como ya le ha sucedido en Irak y en Afganistán. De ahí el llamamiento sensato del secretario general de Naciones Unidas para dar tiempo a que sus inspectores hagan más pesquisas sobre las armas químicas. La guerra debe ser siempre un instrumento de último recurso, que requiere agotarlos todos antes de iniciarla. Pero en este caso, además, hay quien sospecha que los ataques químicos todavía pendientes del informe de la ONU fueran una provocación orquestada para atraer a Estados Unidos a la ratonera.

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