Giro autoritario
La intransigencia de Erdogan daña la imagen de Turquía y ensombrece su gestión
Una enérgica intervención policial puso ayer fin a la ocupación de la plaza de Taksim, en Estambul. Pero la crisis política abierta en Turquía está lejos de haberse zanjado. Lo que comenzó hace 12 días como un movimiento pacífico, para salvar una zona verde de la voracidad inmobiliaria en la capital económica del país, ha derivado en la mayor protesta de los últimos 30 años.
Los frondosos sicomoros de Gezi, el emblemático parque adyacente a Taksim, se han convertido en el símbolo de la resistencia a la deriva autoritaria del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, y su Partido de la Justicia y el Desarrollo. La progresiva islamización de la moral pública, la restricción de libertades (como muestra el encarcelamiento de periodistas y opositores) o los aberrantes proyectos urbanísticos sin consulta han cristalizado en ese descontento que ha sacado a la calle a ciudadanos de todas las edades e ideologías. Frente a esta muestra de vitalidad democrática, Erdogan ha optado por una brutal represión que ha causado ya tres muertos y miles de heridos y detenidos.
Es cierto que se trata de una protesta esencialmente urbana, encabezada por las élites cultivadas de Estambul, Ankara y Esmirna, y que el primer ministro goza de un gran apoyo entre la conservadora población rural de Anatolia. Pero esa intransigencia puede descarrilar el buen rumbo que había logrado a lo largo de 10 años de Gobierno, gracias precisamente a un pragmatismo que sintonizó con el deseo ciudadano de librarse de la tutela de las Fuerzas Armadas, erigidas en guardianes de las esencias del secularismo impuesto por Atatürk y decididas a conservar su poder a base de golpes de Estado.
Editoriales anteriores
Erdogan metió en cintura a los generales levantiscos y puso en marcha una batería de reformas para abrirse camino hacia la Unión Europea. Su gestión económica ha impulsado un crecimiento medio del 5% anual y ha iniciado un proceso inédito de negociaciones para terminar con el conflicto kurdo. Pero su aislamiento y las pulsiones autocráticas empiezan a situarlo fuera de la realidad, además de abrir brechas dentro de su propio partido: el distanciamiento del que fuera su gran aliado, el presidente Abdulá Gül, es ya inocultable. Erdogan pretende reformar la Constitución para transitar de un sistema parlamentario a uno presidencialista, y presentarse a las elecciones en 2015 para gobernar otros 10 años. La pregunta es en qué modelo piensa: si en Estados Unidos o en la Rusia de Putin.
Turquía no solo aspira a entrar en la UE y a organizar los Juegos Olímpicos de 2020, sino que se ha convertido en el referente para los países sacudidos por la primavera árabe, como modelo de convivencia entre democracia e islam. Pero los términos empleados por Erdogan durante las protestas —tachando a los manifestantes de “conspiradores alentados por potencias extranjeras” o refiriéndose a las redes sociales “como la peor amenaza” para el país— eran los mismos que empleaban los dictadores defenestrados.
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