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THE ECONOMIST

Resolver Guantánamo

Con Obama, la prisión se ha convertido en símbolo de la paralizante disensión de la política norteamericana.

El presidente Obama acaba de decir que Guantánamo “daña nuestra imagen internacional”. Es reflejo de lo que pensaba cuando, en su segundo día en la Casa Blanca, en enero de 2009, ordenó el cierre en el plazo de un año. Su existencia desde 2002, dijo, “probablemente ha creado más terroristas en el mundo de los que ha encerrado alli”, una opinión compartida después por algunos miembros de la Administración de George W. Bush. Y sin embargo, lo único que se ha cerrado relativo a Guantánamo, en enero de este año, ha sido la oficina diplomática encargada de la reubicación de los detenidos.

Obama culpa al Capitolio, y algo de razón tiene. El Congreso frustró su plan de llevar a los detenidos a un centro en Illinois; después dificultó que se llevara a ningún detenido a cualquier otro sitio, bien por razones de seguridad nacional o para fastidiar al presidente, o las dos cosas. Es difícil, pero no imposible, que Obama consiguiera las reubicaciones mediante una autorización presidencial, pero ha preferido no hacerlo. Su cálculo es que con los frentes que tiene abiertos con el Congreso, se puede ahorrar el de Guantánamo. Este callejón sin salida ha sido especialmente decepcionante para los 86 presos —de los 166 que hay— que en 2010 fueron seleccionados para salir de Guantánamo.

(...) Obama se ha comprometido a volver a abordar el asunto con las Cámaras. Debería darse prisa. En el pasado, Guantánamo era sinónimo de un Ejecutivo todopoderoso y de los excesos de la guerra contra el terror de Bush. Con Obama se ha convertido en víctima y símbolo de la paralizante disensión de la política norteamericana.

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