Denigradores que se denigran
Siempre hay algo de despreciable y vil en la delación y el señalamiento, así sea indignante la conducta de los “expuestos”
Es cierto: los actuales gobernantes del PP no son sólo mediocres, ineptos, embusteros, destructores, injustos y desfachatados. Son también los más irritantes de las últimas décadas, lo cual no carece de mérito dada la brutal competencia de sus predecesores, tanto socialistas como de su propio partido. Llevamos demasiados años de mala suerte, desde el Felipe González tardío en adelante. Y si miramos a los Presidentes de comunidades autónomas y jefes de diputaciones y alcaldes, el panorama no mejora o incluso empeora. Los políticos españoles se han ganado la animadversión, el desdén, la malevolencia de los ciudadanos. La desconfianza en ellos es tan absoluta que basta con que Rajoy o un ministro anuncien algo para que todo el mundo se lleve las manos a la cabeza y entienda que va a pasar justamente lo contrario de lo anunciado. “No hay intención de subir más impuestos” significa para la mayoría que sí van a subirse. “España no es Portugal ni Chipre” hace temblar a quien aún tiene dinero en el banco, porque se toma como un aviso de que antes o después nos convertirán en Portugal o Chipre. Aún encorajina más la negación permanente de la realidad. “Hemos dado toda clase de explicaciones sobre el caso Bárcenas”, sueltan varios dirigentes, mientras la gente los escucha perpleja y se pregunta dónde están tales explicaciones: a Rajoy hasta le da repelús pronunciar el nombre de quien fue su dilecto tesorero, lo último que dijo de él fue que nadie podría probar que no era inocente, hace algún tiempo. Sus subordinados se han contradicho cien veces, han balbuceado, han hecho declaraciones ininteligibles o inarticuladas, como infrahumanos privados del don del habla. Sale una sentencia que condena el ERE que llevó a cabo TeleMadrid, y ese Ignacio que nos dejó Esperanza Aguirre como pufo asegura sentirse satisfecho de que le dé la razón dicha sentencia (?). Es tan patético como si a un individuo se lo condena por asesinato y, tras oír el veredicto, exclama: “¿Lo ven? ¡Soy inocente!” A ese Ignacio, sin embargo, no lo han encerrado en un manicomio, sino que continúa al frente de la Comunidad de Madrid, tomando decisiones sobre las vidas de las personas.
Siempre hay algo de despreciable y vil en la delación y el señalamiento, así sea indignante la conducta de los “expuestos”
Es cierto: no merecen consideración nuestros gobernantes; yo no le estrecharía la mano a ninguno si me la ofrecieran, ni siquiera les dirigiría la palabra. Ahora hay grupos de ciudadanos que han pasado a la acción: se plantan ante los domicilios de los políticos y los hacen objeto de una execración o vituperación públicas (me resisto a utilizar ese desagradable vocablo argentino que todos los medios han abrazado con papanatismo y que la RAE –me temo– incorporará en breve al Diccionario para no ser tachada de “intransigente”). Teniendo la opinión que tengo de nuestros políticos, no puedo estar más en desacuerdo con esta práctica. Ya se han señalado los riesgos que implica: hoy se los presiona para que pongan remedio a la grave situación de los desahucios y a muchos les parece bien, por lo justo de la causa; pero mañana serán las asociaciones “provida” las que cercarán las casas de quienes quieran una ley del aborto en España y los llamarán asesinos y los instarán a votar una que los penalice, en todos los casos; al día siguiente se presentará una muchedumbre ante la vivienda de un periodista cuyas opiniones no le gustan y tratará de que las cambie por las suyas; al otro, una multitud de beatos execrará a los diputados y jueces que han legalizado el matrimonio homosexual, etc., etc.
Pero además hay otros elementos en los que apenas se ha hecho hincapié, que yo sepa. En esas vituperaciones a domicilio no sólo se presiona, sino que se señala, es decir, se delata. Una masa individualiza a una persona y la somete a escarnio, no en su lugar de trabajo y en el ejercicio de sus funciones, sino en su casa, ante sus hijos y vecinos, que también se ven afectados sin tener arte ni parte. El espectáculo no es distinto del que ofrecería una turba llamando “pederasta” a quien tal vez lo fuera, y que aun así sólo habría de responder ante un tribunal por sus actos, no ante esa turba improvisada o más bien artificial y convocada; tampoco se diferencia del que dan esos “justicieros” o “virtuosos” que se apostan a la puerta de los juzgados para insultar a gusto a los detenidos famosos o acusados de crímenes llamativos. Siempre hay algo de repugnante y cobarde en la comandita de muchos contra uno, más aún si esos muchos se aprovechan de su número para envalentonarse y preservar su anonimato; siempre hay algo de despreciable y vil en la delación y el señalamiento, así sea indignante la conducta de los “expuestos”; siempre hay algo de rastrero en la intimidación y la vituperación masivas, independientemente del repudio que causen los intimidados y vituperados. ¿O es que a los fanáticos antiabortistas no les parecerá lo más grave del mundo interrumpir el embarazo más incipiente, producto de una violación o con peligro, y defender que no vayan por fuerza a la cárcel las mujeres que opten por ello? Cargarse de razón es fácil, de su razón cada uno, y cada uno verá tan justa su causa que todo le parecerá permitido con tal de favorecerla. Y sin embargo eso es lo que hay que recordar, en cualquier circunstancia: que nunca todo está permitido y que hay acciones inadmisibles. Es más, las hay que envilecen y denigran a quienes se prestan a ellas.
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