Agonía o renovación institucional
La clave pasa por una ley que regule la actividad interna de los partidos y contrapese a sus cúpulas. Ni pueden invadir la justicia, ni hay capital humano para abastecer decenas de miles de cargos públicos
Lo que va de siglo XXI le está sentando mal a España. El desplome de todos los indicadores económicos y sociales desde 2007 muestra que muchas cosas fallaban desde antes. Podrían diluirse las responsabilidades en el conjunto del país porque en una sociedad compleja ningún colectivo es autónomo, pero tienen más responsabilidad quienes tenían (y tienen) los datos para analizar la situación y los resortes para asignar recursos, y lo hicieron mal. No solo las élites políticas ahora en la picota; también tienen responsabilidades las empresariales, resguardadas de la opinión pública, y las sindicales, sumidas en la indiferencia tras contemplar pasivamente la destrucción de 2,5 millones de empleos en el sector privado.
La atención pública se dirige soliviantada a la política porque le corresponde marcar caminos, asignar los recursos públicos, fijar las reglas de la economía y orientar las inversiones privadas. Pero la política está paralizada. Sus élites piensan que si cambia la economía cambiará la percepción de la gente sobre todo lo demás, el mensaje desvela intención de seguir así y, quizá, menosprecio a los ciudadanos. Si a esto se une que la corrupción alcanza a las cúpulas de los partidos atrapando a sus máximos dirigentes, porque cualquier movimiento produciría reacciones que los desestabilizaría, el panorama es desolador. Los sindicatos y la patronal no están mejor.
Indicadores de esta parálisis aparecen todos los días, mostrando la impotencia para resolver los problemas y la querencia por refugiarse en burladeros. El comportamiento de algunos familiares del Rey se pretende soslayar con una ley de la Corona para guarecerlos en el futuro con algo parecido a la inmunidad parlamentaria. Se quiere ignorar “el problema de que la Corona solo es sostenible si quien la encarna, y su familia, es irreprochable” (J. M. Reverte). Una sucesión de filtraciones trasluce presión a la Audiencia y al juez de Palma. Otro ejemplo: ante la acumulación de políticos imputados de los que los partidos no pueden deshacerse, el ministro de Justicia propone endosar a los jueces la responsabilidad de dictar discrecionalmente su inhabilitación. Pero ¿qué haría cualquier partido si un juez pretendiera inhabilitar a uno de sus alcaldes? La reforma de los ayuntamientos se ha bloqueado por la resistencia de los concejales de todos los partidos.
Es preciso renovar las reglas de la política para hacer otra Política y otras políticas, para transmitir al país un proyecto de futuro. No hacen falta reformas grandilocuentes de la Constitución, sino desliar la maraña en que se ha convertido la política española. La Transición estableció instituciones, pero no reguló las cañerías de la política. Se definió entonces una política rígida (moción de censura constructiva o la imposible reforma de aspectos estructurales de la Constitución), basada en las cúpulas partidarias que atraparon la composición de las listas electorales y de los órganos relevantes (Tribunal Constitucional, de Cuentas, CGPJ, comisiones reguladoras de los mercados) y ahormaron los partidos a su comodidad (una temprana ley de financiación, 1978; congresos cada cuatro años, órganos de control de las ejecutivas masificados e inoperantes, etc.).
La política se ensimismó y ha sido impotente para imponer reglas y códigos a las élites económicas
Con el tiempo, la política se ha degradado tanto que los partidos ignoran sus propias reglas cuando conviene a sus direcciones. Ejemplos: los estatutos del PP prevén que la junta directiva nacional, que controla a su ejecutiva, se reúna cada cuatro meses; entre sus dos últimas reuniones pasaron nueve. En el PSOE, el secretario general invita a un miembro del partido a asistir a su ejecutiva regularmente.
En los ochenta, la política se desbordó. Sin contrapesos administrativos se crearon 17 administraciones territoriales, miles de empresas y organismos, se desató un tifón legislativo autonómico, la política se ramificó por los resquicios de la sociedad (cajas de ahorro, control de las carreras de los altos funcionarios), se infiltró en la justicia. La política se ensimismó con su desmesura, y sin enterarse ha sido impotente para imponer a las élites económicas las reglas de transparencia, competencia y códigos éticos vigentes en otros países europeos. Ejemplos: las retribuciones de los consejeros del Ibex 35 en estos años, las obscenas retribuciones en empresas públicas y los acuerdos de tres empresas sobre precios en el mercado de carburantes. Lo más grave es que no ha conseguido impulsar a las empresas a invertir en sectores con futuro y en formación, y no por falta de recursos vertidos en ella, deglutidos por patronal y sindicatos.
Hay un amplio acuerdo en que estamos en una crisis institucional. El núcleo del sistema político son los partidos. La clave de cualquier renovación institucional pasa por una ley de partidos que regule su actividad interna, contrapese a sus cúpulas y permita seleccionar a sus dirigentes buscando apoyos en las bases de sus partidos no en las cúpulas. Es decir, todos los cargos internos y los candidatos a cargos representativos deben ser elegidos mediante elecciones internas, entre los afiliados, o primarias abiertas a los ciudadanos que deseen participar, no por cooptación. ¿Qué cambiaría esto? Que los parlamentarios, concejales y cargos internos no dependerían de los dirigentes para ser elegidos, sino de “sus bases”, alterando la lógica de la política española: los políticos elegidos por los afiliados o ciudadanos podrían exigir explicaciones a sus direcciones porque no dependerían de ellas para seguir en sus cargos. Por tanto, pedirían explicaciones sobre los casos de corrupción porque les iría el cargo en ello (no en callarse) y azuzarían a sus partidos a controlar a las élites económicas porque sus votantes, a cuyo voto deben el puesto, ven que su comportamiento es inaceptable. La ley electoral debe recoger que los candidatos sean elegidos por los afiliados o votantes del distrito electoral. La patronal y los sindicatos también deberían someterse a leyes que los democraticen.
No hace falta una ley de la Corona, basta con mantener la compostura y cuentas transparentes
La ley de partidos es imprescindible, pero insuficiente. La política tiene que salir de los espacios que ha invadido y autocontrolarse. Salir de la justicia, convirtiendo la carrera de jueces y fiscales en puramente profesional, desligando el CGPJ de los partidos y sometiendo a los funcionarios judiciales a las mismas incompatibilidades con la política que los militares. Debería salir de la carrera de los altos funcionarios, suprimiendo los cargos administrativos de libre designación, profesionalizar la función pública según el modelo de Gran Bretaña, donde la Administración es profesional, desligada de nombramientos de los políticos, hasta el nivel de subsecretario (Secretario Permanente) y hay incompatibilidades entre los funcionarios y la política. Esto paliaría otro problema, la colonización de la política por los funcionarios.
Los partidos deberían dejar de gravitar sobre los Tribunales Constitucional y de Cuentas, y los reguladores de los mercados. Sus miembros deberían ser elegidos por el Congreso y el Senado, pero el procedimiento no puede ser por lotes (como degenera cuando se eligen tres o cuatro) y se debe desincentivar que los partidos aparquen en ellos a políticos sobrantes. El modelo norteamericano, con mandatos vitalicios, o casi (hasta los 80 años), lleva a elecciones individuales en las que se sopesa la profesionalidad de los candidatos, al tiempo que garantizan la independencia de los elegidos. Sería lo único que obligaría a tocar la Constitución (artículo 159.3.) por la “vía rápida” para el Tribunal Constitucional.
Hay que reducir el número de cargos políticos: España no tiene capital humano para abastecer casi 2.000 escaños parlamentarios, 68.000 concejales y miles de puestos de consejeros, asesores, etc. Las retribuciones de los políticos deberían ser transparentes y homogéneas; que algunos las completen con dietas de comisiones a las que asisten por ocupar el cargo es vergonzoso. Pero los políticos deben tener seguridades ante el futuro: regular su desempleo, pensiones, etc., evitando que su intranquilidad les lleve a cometer abusos legales.
No hace falta una ley de la Corona, basta con que sus miembros mantengan la compostura y el Rey se la exija o extraiga consecuencias, y sus cuentas sean transparentes.
Una política con cúpulas más controladas, con contrapesos y más pequeña, reforzaría su liderazgo social. La política no puede despedir “el aroma a cafetines enmohecidos y a oscuros despachos de negocios” que describió el gran Marc Bloch (La extraña derrota) al analizar las causas del desastre francés de 1941. Aquí estamos atravesando el umbral de otro desastre.
José Antonio Gómez Yáñez. Instituto de Política y Gobernanza. Universidad Carlos III.
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