La oportunidad de Ecuador contra la pobreza
Esta entrada ha sido escrita por nuestro colaborador Miquel Carrillo (@MiquelCarr).
La inversión nacional está permitiendo rescatar ríos ecuatorianos de la contaminación.
El otro día, El Comercio abría con la noticia de que el 35 % de la población ecuatoriana era ya clase media. Volver cinco años después permite ver los cambios en este país, empezando por los muchos emigrantes que han decidido finalizar su sueño español y formulan en el nuevo y flamante aeropuerto, recién inaugurado en marzo, sus impresiones y análisis sobre un país, ya distante, que fue un día la tierra prometida y tiene ahora que sufrir cotas de pobreza insospechadas.
El relato y los sujetos del desarrollo han cambiado en esta última década, nunca dejan de hacerlo. Corremos un serio riesgo de no entender nada y aferrarnos a clichés atemporales, que devienen tópicos, si no nos esforzamos continuamente en analizar y comprender lo que está pasando en cualquier lugar. En Ecuador, el petróleo y una nueva política pública redistributiva han transformado el país y su sociedad en estos años. El Coca, capital de uno de los territorios con más producción hidrocarburífera, tiene mejor estación de autobuses que Barcelona, y no es una exageración. Tiene hasta un cine dentro, gratuito, que le hace competencia desleal al otro, en el centro de esta ciudad del far west ecuatoriano, instalado por un magnate local en el shopping que preside el malecón en la orilla del Napo.
En breve, el río por el que bajara Francisco de Orellana para descubrir el Amazonas dejará de recibir los afluentes contaminados de la ciudad petrolera. Los gobiernos local y nacional han negociado una inversión de 33 millones de dólares para construir el alcantarillado y el tratamiento de aguas residuales. Dinero ecuatoriano, nada de dádivas de la cooperación internacional. De hecho, hace poco se consignó una partida de 2.400 millones de dólares para los próximos cuatro años, destinada a mejorar el acceso al agua potable y el saneamiento, y que reducirá a la mitad la población que todavía no goza de esos servicios. Para que tengan una idea de la magnitud, el Fondo de Agua y Saneamiento de la cooperación española se constituyó con 1.500 millones de dólares para toda Lationamérica. Habiendo recursos financieros, es comprensible que Correa y su gobierno sólo quieran colaboración técnica, con un valor añadido, destinada a transformar esa capacidad inversora en una mejora de las condiciones de vida.
El sistema no es perfecto, no obstante. Es cierto que se está creando un sistema fiscal serio, desconocido en otros países ricos en materias primas, que empieza a generar recursos propios y una cultura redistributiva y de responsabilidad de todos los ciudadanos para con el interés común. Existe incluso una persecución más o menos efectiva del fraude: si usted pasea por las calles de Quito podrá ver muchos negocios ostensiblemente clausurados por no cumplir con sus obligaciones fiscales. Sin embargo, la locomotora del sistema sigue siendo el maná petrolero, al que en breve se le añadirá la minería a gran escala. Y eso perpetúa toda una serie de conflictos socioambientales, con graves agresiones territoriales, culturales, al medio ambiente y a la salud de comunidades y pueblos, y cuestiona la sostenibilidad del sistema.
Más allá de las limitaciones físicas de los recursos, Ecuador debería abordar esa cuestión si quiere seguir, durante muchos años, prodigándose en nuevas infraestructuras y servicios para su gente. Tan necesario es que acaben el nuevo metro de Quito, que justo ahora acometen, como que tanto desarrollo no atropelle a mucha de su gente. Y en ese punto es necesario también que la cooperación siga apoyando a la sociedad civil, crítica con el modelo y preocupada por la construcción y el respeto de otros derechos tan importantes como los que aseguran esas infraestructuras.
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