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Tribuna
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Con Thatcher empezó la revolución

Tras su triunfo en las elecciones de 1979, la primer ministro británica consiguió darle nuevos bríos al capitalismo con políticas devastadoras para la acción pública

Diego López Garrido

Margaret Thatcher ganó las elecciones británicas en 1979, iniciando un movimiento privatizador de desmantelamiento del Estado social, de enorme proyección posterior gracias a Ronald Reagan. El presidente Reagan ganó a Carter en 1980 de forma aplastante, y, con el slogan “America is back”, dio un impulso global desde Estados Unidos a lo que el Reino Unido solo no hubiera podido alcanzar. Reagan y Thatcher expresaron una nueva estrategia capitalista con tres pilares de hierro: el primero, la descentralización del poder del Estado —o sea, su debilitamiento— en beneficio de los poderes públicos locales y, sobre todo, en beneficio de los poderes privados a través de lo que se dio en llamar desregulación; el segundo, el poder de las finanzas; y el tercero, la disminución drástica de la tributación.

Thatcher y Reagan coincidían en que el gobierno (el Estado) era el problema, no la solución. Por eso, había que limitarlo a unos pocos bienes públicos: justicia, política monetaria, infraestructuras, defensa. Nada más. Y, además, había que poner límites también a esas políticas.

El debilitamiento de un Estado considerado un parásito significaba el de la más relevante conquista de lo público, el Estado de bienestar y, dentro de él, la joya de la Corona, la Seguridad Social. La escuela neoliberal lo ha repetido machaconamente: los servicios públicos gratuitos o semigratuitos crean una relación viciada con el ciudadano beneficiario, que consume en exceso ese servicio. No son, por tanto, un instrumento de cohesión, sino una pesada carga que dificulta la competitividad.

Thatcher y Reagan triunfaron en imponer una política devastadora para la acción pública: la desregulación. Las políticas económicas de Reagan (Reaganomics) y de Thatcher lideraron la liberalización total de las actividades económicas, hasta entonces sometidas al interés general representado por las instituciones elegidas democráticamente y defendidas por los peores enemigos de Thatcher: los sindicatos.

En esa estrategia de desarme del Estado, quien tomó inmediatamente la delantera fue el sector de las finanzas, la economía del dinero

En esa estrategia de desarme del Estado, quien tomó inmediatamente la delantera, como corresponde a su lógica de expansión sin respiro, fue el sector de las finanzas, la economía del dinero.

El segundo pilar de la revolución conservadora de los 80 fue, efectivamente, el crecimiento impetuoso del nuevo gran poder económico: el mercado financiero y sus agentes institucionales.

La globalización financiera significó —porque lo necesitaba— la absoluta libertad de capital, desbordando a la ya muy importante libertad de comercio internacional, que se expandió asombrosamente en el siglo pasado. La liberalización anglosajona obligó a los gobiernos europeos (como el francés o el alemán), ante la amenaza real —que Mitterand sufrió en primera persona— de una fuga masiva de capitales, a dar todas las posibilidades de movimiento al capitalismo financiero. Con ello se sembró la semilla de los paraísos fiscales.

La expansión del sector financiero no fue sólo cuantitativa. Los mercados financieros empezaron a desarrollar —a través de productos sofisticados, como los mercados de futuro, que multiplicaron por muchas veces la cifra de negocios de las bolsas occidentales, y, a la cabeza de ellas, Chicago, Wall Street y la City de Londres— un movimiento tan potente que creó toda una sociología de los tiburones financieros, tan ácidamente expuesta en la novela de Tom Wolfe La hoguera de las vanidades.

Se estaba produciendo un terremoto en el sistema productivo. Desde el modelo de producción manufacturera como núcleo duro de las economías occidentales, a la hegemonía del crédito y de las finanzas, de las transacciones monetarias, apoyadas decisivamente por la aparición deslumbrante de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones

Los demás países desarrollados iniciaron, igualmente, un crecimiento constante de endeudamiento público que llegaría a ser una bomba de espoleta retardada

Se estaba engendrando una economía sin base real en mercancías, infraestructuras o servicios no financieros. Una economía que, por tanto, podía crecer ilimitadamente al compás de la creación artificial de crédito.

El tercer elemento de la reacción, en los 80, contra el Welfare State (redistribuidor de los beneficios y del crecimiento) fue la socialización de las pérdidas en forma de grandes déficits públicos y la privatización de las ganancias en forma de fuertes reducciones fiscales a las capas de población mejor situadas económicamente. Estados Unidos pasó así de ser el mayor prestamista a ser el mayor deudor. Los demás países desarrollados iniciaron, igualmente, un crecimiento constante de endeudamiento público que llegaría a ser una bomba de espoleta retardada.

La otra cara de la moneda —nunca mejor dicho— fue el desplome de los impuestos a los mayores perceptores de renta, a las rentas del capital, a las compañías multinacionales. Se hizo bajo el señuelo de la célebre curva de Arthur Laffer (nunca verificada, ni científicamente, ni en la práctica) que dice que, si hay impuestos altos a los más ricos, éstos no invertirán, se recaudará menos por el Estado y crecerá menos la economía y el empleo, a causa de la desmotivación de aquéllos para trabajar.

Para el reaganismo, los impuestos eran letales para el objetivo de beneficios a corto plazo, para la iniciativa y la energía emprendedora en un mercado libre, como habían puesto de manifiesto las recesiones sufridas en la década anterior. Para Margaret Thatcher, los impuestos progresivos constituían una discriminación a favor de los pobres (de ahí su tristemente célebre poll-tax, que la hizo salir de Downing Street).

En 1981, cuando Ronald Reagan tomó posesión en la Casa Blanca, el impuesto de la renta que pagaban las mayores fortunas tenía un tipo del 75% (llegó a estar en el 94% en 1945). Cuando Reagan dejó la Casa Blanca en 1989, ese tipo máximo había descendido hasta el 33%. En el Reino Unido de Margaret Thatcher el cambio fue aún más fuerte. En el impuesto sobre la renta, su tipo máximo bajó del 83 al 40% y en el impuesto de sociedades bajó del 52 al 33%.

La otra cara de la moneda –nunca mejor dicho− fue el desplome de los impuestos a los mayores perceptores de renta, a las rentas del capital

Era el corolario de una política de revitalización del capitalismo británico y de desvitalización del Estado y de los gastos públicos, a mayor gloria de la mano invisible de Adam Smith. Era la expresión fiscal, asimismo, de una política monetaria de altos tipos de interés, sin precedentes, y de desempleo estructural como única forma de frenar la inflación.

El modelo de reforma fiscal anglosajón, amparado en la debilidad por la que atravesaban la mayor parte de los partidos socialistas europeos —España, que estaba estrenando democracia, fue una excepción—, se extendió rápidamente a decenas de otros países.

La revolución tributaria conservadora cambió, como dice Michel Albert, la verdadera naturaleza de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos: décadas de incrementos en la carga fiscal, particularmente en las naciones industrializadas, sufrieron una súbita inversión en su orientación. Se puso de moda la expresión “desgravación fiscal” (tax relief), no sólo en los ámbitos político y administrativo, sino entre el gran público. Era una transformación cultural que aún no nos ha abandonado, y que explica la dificultad de los gobiernos para romper con esa dinámica, llevándolos por el camino de la emisión de deuda, atemorizados ante la mínima posibilidad de incrementar la carga tributaria en los estratos sociales con mayor capacidad adquisitiva.

La conjunción de los tres componentes esenciales del nuevo capitalismo post-industrial del siglo XX —Estado débil, mercados financieros internacionales poderosos y déficit público financiado preferentemente con deuda, pero no con impuestos progresivos— condujo irremediablemente a la crisis global del siglo XXI, que estamos sufriendo desde hace casi siete años. No es una buena herencia la de Thatcher y su revolución conservadora.

Diego López Garrido es diputado del PSOE y catedrático de Derecho Constitucional.

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