El camarero y la canciller
La canciller ha demostrado su empatía con el sufriente pueblo del sur

Europa entera asiste a varios acontecimientos insólitos engarzados con Angela Merkel. Descubren los europeos a una canciller de riguroso bañador oscuro, modelo austeridad presupuestaria, acompañada de su marido Joachim Sauer, también con slip enlutado y chanclas de mercadillo. Descansan ambos en la isla italiana de Isquia, allá por la costa napolitana, donde el sur más se diferencia de las economías del norte. Pero la revelación crucial es que Angela Merkel tenía un camarero favorito en el hotel Miramare, un servidor de confianza y casi un amigo, llamado Cristóforo Iacono. La canciller echa en falta a Cristóforo, pregunta dónde está y la dirección, un poco azorada, responde que está despedido. No se le ha renovado el contrato. En un gesto “conmovedor” (la expresión es del Bild), Merkel, con su marido y los escoltas, se presenta en el hogar del despedido, se interesa por su situación y acepta un café de sobremesa. Cristóforo, halagado, ya sabe que alguien allá arriba se preocupa por él y la canciller ha demostrado su empatía con el sufriente pueblo del sur sometido, también desde arriba, a las leyes implacables de la ortodoxia fiscal.
Sí, es verdad que la austeridad merkeliana abrasa el empleo, incluso el turístico. Ella se ha bañado en las termas italianas y en la dura realidad. Pero las fronteras de la culpa son borrosas. ¿Quién es más culpable del despido de Cristóforo, Merkel y su manual o Berlusconi y su incompetente frivolidad de lustros? ¿Puede el camarero imputar su suerte a la barahúnda política de su país, donde parece imposible formar Gobierno? El Frankfurter Allgemeine lo tiene claro: Italia es el mal de Cristóforo. El diputado berlusconiano Caldoro también: Alemania está fabricando una doble Europa, una que “va bien” y otra “que sufre”.
Hay que valorar el gesto de la canciller, por impostado que parezca. No es fácil conectar mundos separados. En la inmortal My darling Clementine, de John Ford, un dubitativo Wyatt Earp (Henry Fonda) pregunta al barman: “¿Te has enamorado alguna vez, Mac?”. Y Mac responde asustado: “No, marshall, yo siempre he sido camarero”. Esa es la altura del diálogo que cabría esperar entre una canciller y un barman; por desgracia, solo hablaron del Papa y de política.
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