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Tribuna
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El espejo alemán de Francia

Rodeados de pompa y falta de dinamismo, los franceses deben aprender de Alemania

El aeropuerto Tegel de Berlín, que aún sigue recibiendo a la mayoría de los pasajeros que llegan a la capital de la principal potencia económica de Europa, es anticuado y provinciano. La inauguración del aeropuerto de Schönefeld, convertido, tras su ampliación, en plataforma internacional, se ha retrasado durante más de un año por razones técnicas (un desafío —que de alguna manera nos tranquiliza— a la fama de eficiencia de Alemania). Sin embargo, pese a la grisura y al frío de marzo en la Europa central, Berlín exuda confianza. Más que nunca, la ciudad es una obra en marcha: confusa, no demasiado hermosa y recargada de historia.

Berlín es una obra de construcción que ha logrado transformar sus múltiples pasados en energía positiva. La diversidad destruida: Berlín, 1933-1938 es el eje de una serie de exposiciones con motivo del 80º aniversario de la llegada de Hitler al poder y el 75º de la Pogromnacht. En el Museo Histórico Alemán, en Unter den Linden, clases enteras de alumnos y estudiantes acuden en tropel a ver la evocación de la destrucción por parte de un régimen criminal cuyos objetos, desde altavoces hasta armas, pasando por uniformes, están dispuestos de forma pedagógica.

Los jóvenes berlineses no pueden desconocer de dónde proceden. Sin embargo, tal vez porque el pasado sigue resonando como una advertencia —y es aún físicamente visible en la topografía y la arquitectura de la ciudad actual—, Berlín resulta deslumbrante en su sencillez, su modernidad radiante (simbolizada por la cúpula de cristal del Reichstag, creación del arquitecto británico Norman Foster) y, sobre todo, su intensidad.

Esa energía positiva contrasta rotundamente con la decadente belleza de París, ciudad que va camino de la museificación. Naturalmente, si uno se lo puede permitir, París sigue siendo un sitio estupendo para vivir, pero Berlín es un lugar mejor para trabajar, aun cuando lo que se haga esté mal pagado. El mozo que lleva mi equipaje a la habitación del hotel es de origen tunecino. Es un berlinés feliz y un nuevo alemán orgulloso. Incluso con un salario bajo puede vivir y criar a sus hijos en la propia ciudad.

Gracias al moderado precio de la vivienda, Berlín no ha llegado a ser, como París, un gueto para los ricos. A diferencia de los franceses, que están en desventaja por el elevado coste de la vivienda, el poder adquisitivo de los alemanes se distribuye de forma más equilibrada, lo que deja más margen para que el consumo de las familias contribuya al crecimiento económico.

Desde Mitterrand, se echa en falta un presidente francés verdaderamente equiparable a un canciller

La energía positiva de Alemania es, naturalmente, el resultado del éxito traducido en confianza, cosa que la canciller Angela Merkel encarna con vigor y sencillez.

Merkel ha cambiado profundamente desde que ocupa su cargo. Hace cinco años, no exudaba la autoridad natural que ahora tiene. Actualmente, como el papa Francisco, se siente claramente a gusto consigo misma. ¿Ha habido un presidente francés, desde François Mitterrand, verdaderamente equiparable a un canciller alemán? Si Francia ha sustituido a Alemania como “el enfermo de Europa”, es sobre todo por razones políticas: visión, valor y vigor en el lado septentrional del Rin y vacilación, inercia y debilidad en el meridional.

Naturalmente, dados sus salarios excesivamente bajos y sus tendencias demográficas desfavorables, Alemania seguirá afrontando dificultades, pero hacer hincapié solo en sus problemas, como hacen algunos franceses, es puro escapismo. No se puede considerar la demografía alemana como la solución para el desempleo de la juventud francesa, como si pudiéramos basarnos en el lema: “A ellos les faltan jóvenes; nuestros jóvenes carecen de puestos de trabajo: ¡qué combinación más perfecta!”. Esa opinión generalizada da por sentado, de forma irresponsable, que el tiempo trabaja a favor de Francia, independientemente de que se pongan o no en marcha reformas estructurales.

El rumbo actual de Francia es un motivo de profunda preocupación en Alemania, cuya evolución debería ser para Francia una fuente de inspiración: un ejemplo que emular, si bien el país no debe entregarse a la autoflagelación. Sin embargo, el debate actual en Francia sobre el modelo alemán recuerda, de forma inquietante, al debate que siguió a la derrota francesa en la guerra franco-prusiana. En junio de 1871, justo después de que acabara la guerra, el estadista francés Léon Gambetta declamó: “Nuestros adversarios han vencido porque han contado con previsión, disciplina y ciencia”. Parece que Alemania sigue contando con esos valores eternos.

La principal diferencia ahora es que el proceso de unificación europea excluye la guerra —incluida la económica— entre los dos países. Por el contrario, en el espejo de Alemania los franceses deben hacerse preguntas fundamentales. ¿Han acertado a la hora de escoger dirigentes y políticas en los últimos decenios?

Los lugares del poder en Francia no fomentan la modestia. En su último libro, Días de poder, el exministro de Agricultura Bruno Le Maire habla en tono condescendiente del edificio que alberga a su homólogo danés en Copenhague, y que compara con una vivienda de renta baja. Con excesiva pompa, demasiados escollos y escasez de dinamismo, Francia ahora puede y debe aprender de Alemania.

Dominique Moisi profesor en el Instituto de Ciencias Políticas de París y senior fellow del Instituto Francés de Asuntos Internacionales (IFRI), es actualmente profesor visitante en el King’s College de Londres.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

© Project Syndicate, 2013.

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