El corazón de Europa
Los europeos deben recuperar su identidad con cohesión social y auténtica democracia
Las actuaciones de la Unión Europea están causando entre sus ciudadanos una merecida desafección. Se habla de que es esta una “Desunión Europea”, en la que los dirigentes de cada país bregan por conseguir los votos de los electores en su país de origen, sin importarles el conjunto de esa entidad supranacional de la que habíamos llegado a sentirnos tan orgullosos.
Los europeos, inventores del Estado nacional, habríamos ideado también una comunidad de soberanías compartidas capaz de ir sentando las bases de una sociedad cosmopolita. La unión económica exigiría reforzar la unión política y, como condición de posibilidad de una y otra, se potenciaría la Europa de los Ciudadanos, clave de bóveda de todo lo demás.
Pero la crisis actual ha puesto en evidencia que ninguna de esas metas se había alcanzado, porque ha sido el egoísmo de cada país el que ha presidido sus actuaciones en el seno de la supuesta unión, y no la cooperación imprescindible para que funcione como tal unión en el orden ciudadano, político y económico. No hay una auténtica democracia europea, los gobernantes toman acuerdos bilateralmente, cambiando las lealtades al hilo de la conveniencia coyuntural, pero no se atiende a las aspiraciones de los supuestos ciudadanos europeos.
Este funcionamiento es suicida. Y no solo porque va en contra del sentido de la democracia, no solo porque resulta inmoral tomar decisiones sin tener en cuenta a sus destinatarios, sino incluso por algo tan simple como que resulta irracional. Tanto tiempo presumiendo de que el progreso humano se ha beneficiado del avance racional propiciado por Europa, para venir a dar en la irracionalidad más pueril.
Porque sabemos desde hace tiempo que lo racional no es buscar el máximo beneficio de forma egoísta, caiga quien caiga, sino tener la inteligencia suficiente como para cooperar desde una base de cohesión social. Que acertaban los viejos anarquistas al asegurar que es la ayuda mutua la que beneficia a las especies y no la despiadada competencia, que es más inteligente generar aliados que adversarios, amigos que enemigos.
Las actuaciones en Chipre con más fruto de la improvisación egoísta que de la preocupación por la población
La razón humana integral no es estúpidamente egoísta, sino cooperativa. Como bien dice Michael Tomasello, “nunca veréis a dos chimpancés llevando juntos un tronco”; fue la capacidad de cooperar la que hizo progresar a la especie humana. Los que trabajan codo a codo no sólo consiguen cambiar el tronco de lugar, sino también generar un vínculo de amistad que vale por sí mismo y para trabajos futuros.
Ese parecía ser el corazón del proyecto de una Europa unida, que podría extenderse a otros lugares. Y resulta desalentador ver cómo la Europa que inventó la democracia en la Grecia clásica, que acuñó la idea de dignidad humana como núcleo de la vida compartida, que potenció la racionalidad no sólo científica sino sobre todo moral, que descubrió el Estado social y la posibilidad de una comunidad supranacional, ha traicionado su propia identidad con un tenaz empeño suicida, sin el menor afecto por los ideales que la constituyen.
Las actuaciones en Chipre, que son a todas luces más fruto de la improvisación egoísta y chapucera que de una preocupación inteligente por el bien de la población, se suman a esta reciente historia de agravios a los países del sur, en los que se ha ido generando una aversión profunda hacia los supuestos socios del norte. Una situación de la que se benefician los populismos y los totalitarismos de uno u otro signo, los que no tendrían ninguna oportunidad de medrar en una sociedad justa.
¿Cómo es posible que a los bien situados les resulte tan difícil aprender que los países y las personas son interdependientes, que es falso que mi ganancia dependa de las pérdidas ajenas? Es justo lo contrario, si los países del sur quedamos esquilmados, como es el caso, no solo nosotros saldremos perdiendo, también perderán los del norte.
Decía Kant, alemán de Königsberg, que hasta un pueblo de demonios, de seres sin sensibilidad moral, preferiría un Estado de derecho que una situación de guerra de todos contra todos. Pero, eso sí, añadía: con tal de que tengan inteligencia. Y yo apostillaría: auténtica inteligencia humana, como la que se revela en el juego del ultimátum.
En él un jugador oferta créditos a otro, que puede aceptarlos o rechazarlos. Si acepta, ganan los dos; en caso contrario, ninguno gana nada. Si fuera verdad que la racionalidad humana trata de maximizar el beneficio unilateralmente, el que responde debería aceptar cualquier oferta superior a cero, y el proponente debería ofrecer la cantidad más cercana posible al cero. Pero los que responden tienden a rechazar ofertas inferiores al 30% del total, porque no quieren recibir una cantidad humillante, y por eso los proponentes tienden a ofrecer del 40% al 50% del total para poder ganar algo. Por si faltara poco, los que sí muestran una racionalidad maximizadora cuando entran en un juego del ultimátum adaptado para ellos son los chimpancés, no las personas.
Mala cosa es, por sí misma, la humillación de los peor situados y además ni siquiera es inteligente. Lo inteligente, en el caso de Europa, es recuperar la propia identidad creando una auténtica democracia, basada en la cohesión social y en la ayuda mutua.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Política.
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