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Columna
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La viga en el ojo

El dictamen crítico sobre el atribulado país era unánime. No se alarmen. Hablaban de Venezuela

Manuel Rivas

Si, el triste país, rico en recursos pero empobrecido por la incompetencia y la corrupción, llevaba tiempo en un período de zozobra. La fuerza gobernante, de cariz populista, lo era por mayoría absoluta y no solo controlaba el poder central y gran parte de las instituciones, sino que además ejercía ese dominio con la voracidad propia de un ogro totalitario. Un caso escandaloso había sido la ocupación sectaria de los medios de comunicación públicos, fulminando a los mejores profesionales. En este campo de la libertad de expresión se produjeron actuaciones con esa comicidad propia de la histeria del político desautorizado por la realidad. Así, en el que se perfila como mayor caso de corrupción de la historia local, en el puente de mando del partido gobernante dispararon al radar, enfurecidos por la detección de un iceberg de mole inconmensurable. Preferirían permanecer con los ojos cerrados y tener a mano una frase memorable, a la manera del gran Ratzinger: “Las aguas bajaban agitadas y parecía que Dios dormía.” Un enigma que contiene una sospecha: ¿No será Dios, harto de inmundicia, quien agita las aguas? Volvamos al país atribulado. A propósito de libertad de expresión y límites, ¡qué diferentes varas de medir! La dimisión forzada de un fiscal que tuvo la osadía liberal de mostrarse favorable a una consulta popular, siempre en un marco legal, contrastaba con la pasividad ante la oblicua intimación que contenían las declaraciones de un jefe militar sobre el mismo asunto. La flema democrática también se aprende viajando. A Escocia, por ejemplo. Pero lo peor que ocurría en el atribulado país era la brutal expansión de un rizoma de desempleo, desahucios, pobreza y marginación juvenil. Había, si, inseguridad: muchos afectados se suicidaban y en algunos hospitales los enfermos peleaban por una cama en urgencias. El dictamen crítico era unánime. No se alarmen. Hablaban de Venezuela.

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