España en el exterior
Las tensiones nacionalistas obligan aún más al gobierno a consensuar una ley necesaria
La democracia española carece de una ley que fije los objetivos y la estructura de su red en el exterior. Esta se rige por un reglamento de 1955 y los usos han impuesto un servicio exterior plagado de duplicidades y problemas de gestión que impiden al Gobierno de turno siquiera conocer el número de funcionarios fuera de las fronteras, según confiesa el ministro José Manuel García-Margallo. Por ello, el mero intento —uno más— de ordenar y racionalizar debe ser bien recibido.
Después de más de 30 borradores, el proyecto gubernamental, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado viernes, evidencia los enormes problemas que debe sortear y también la arrogancia del Ejecutivo en esta cuestión, ya que ha abierto el periodo de consultas y aún no ha tenido a bien contar con la oposición. La amenaza del PSOE de romper el consenso en política exterior es un primer y grave traspiés. Ese consenso es ahora más necesario que nunca, toda vez que ha generado un duro enfrentamiento con Cataluña. El proyecto de Margallo de obligar a las comunidades autónomas a seguir las directrices del Gobierno central —que tiene las competencias en esta materia— ha generado una enorme tensión con el Ejecutivo de Mas. Margallo ha optado por exigir información previa de los desplazamientos autonómicos al exterior con vistas a prestar su apoyo y coordinar acciones. La Generalitat se ha apresurado a tachar de “nacionalismo rancio” esta injerencia que responde, sin embargo, a la necesidad de racionalizar la política exterior y, de paso, el gasto público. De ahí que Andalucía haya optado ya por integrar tres de sus oficinas comerciales en las embajadas en aplicación de la misma lógica que aconseja coordinarse a nivel nacional con la red del servicio exterior de la Unión Europea.
Las primeras propuestas del Gobierno han quedado, de momento, a medio camino. No se logra la total homologación de los funcionarios de la legación bajo el mando jerárquico y orgánico del embajador, lo que restará a este capacidad para coordinar adecuadamente el trabajo. Y se deja la puerta abierta, como excepción, al nombramiento de embajadores políticos. En el lado positivo está la creación de un Consejo Ejecutivo de Política Exterior que coordine y controle todo el aparato exterior y la posibilidad de obligar a los jefes de las legaciones a dar cuentas al Parlamento.
Esta ley debería salir adelante y es esencial que lo haga por consenso. Pero no se puede confiar solo en ella para modernizar las a veces oxidadas estructuras diplomáticas. Es positivo que los diplomáticos y los técnicos de la Administración ocupen mayoritariamente los puestos en el exterior, siempre que ello no responda al mero corporativismo, sino a la necesidad de profesionalizar un servicio tan esencial de un Estado moderno. Que los Gobiernos inicien, por ejemplo, su andadura relevando embajadores es un uso contrario a lo que ahora se pretende.
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