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Columna
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Proceso constituyente

Quizá el envejecimiento no sea de la Consitución. Los actores que la firmaron han cambiado

Jorge M. Reverte

La Constitución de 1978 se ha convertido en lo que los boxeadores llaman el punching ball, que en castellano viene a ser algo así como el saco de las hostias. Se pone en cuestión su validez desde distintos puntos de vista, pero los diagnósticos de quienes quieren cambiarla coinciden en una cosa: en que ha envejecido.

Pero ¿cómo envejece un texto? Parece como si una ley natural condujera a que un acuerdo de convivencia fuera perdiendo poco a poco su validez. Así, como si hubiera una degeneración de las frases que la componen, o porque la tinta fuera perdiendo contraste. Pero quizá es posible que el envejecimiento no sea del texto, sino que nos enfrentemos a una cuestión distinta, la de que los actores que la firmaron han cambiado. No se trataría entonces de que el texto no sea adecuado, sino de que desde distintos sectores se quiere o se es incapaz de reafirmar el acuerdo básico de convivencia, que no es otra cosa una Constitución sino eso.

En primer lugar, lo que parecía intocable, que es la Corona. Se ha dicho muchas veces que España no es monárquica, sino juancarlista. Ese carácter tan accidental fue una transacción de consenso para un momento de especial delicadeza, la transición de la dictadura a una democracia. Lo que pasó es que Juan Carlos I fue capaz de demostrar el 23 de febrero de 1981 que la idea no había sido mala. Ahora, el mismo personaje, y su comportamiento, han dado alas a la tesis contraria, porque la primera autoridad del Estado se encarna en una persona que no tiene que estar siempre a la altura del papel que se le ha asignado. En otras palabras, que el propio Rey es quien tiene que ganarse a pulso, día a día, su puesto de trabajo. Un puesto que tiene las mismas obligaciones que las de un presidente de una República, solo que con el añadido de que se hereda, en lugar de ser elegido. A muy pocos políticos españoles se les ocurre (todavía) que ese sea el asunto fundamental de la agenda política. Pero hay una opinión creciente que señala que una abdicación a tiempo arreglaría, al menos de forma temporal, los problemas. Eso sí, quedaríamos, como siempre, al albur de que quien tome las riendas sea capaz de hacerlo bien.

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El segundo frente es más peliagudo. La cuestión nacional. Y el centro del mismo está desde hace tiempo, aunque no se quisiera ver, en Cataluña. Es tiempo de calçotadas, un buen motivo para acercarse a la nación-nacionalidad-región. Al tercer envite del porrón, cualquier visitante podrá ver que el discurso que ha escenificado el PSC al votar en el Parlamento a favor del derecho a decidir es un discurso triunfante a cualquier escala, en cualquier estamento. El muy mediocre mensaje de ERC representado por Oriol Junqueras repica por doquier. Desde el agresivo “España nos roba” hasta el manido “no nos entienden”, los tópicos se repiten. No estamos lejos de llegar a donde Pasqual Maragall quiso después de hablar con Zapatero: el mensaje nacionalista de siempre (porque es el de siempre) se ha hecho hegemónico. ¿Es porque la Constitución ha envejecido? No, es porque los nacionalistas han ganado, ante la pasividad de fuerzas como el PSC, que han decidido acomodarse a sus tesis.

El tercer frente lo ha abierto el propio PSOE. Una comisión de expertos formada en Andalucía ha elaborado un documento que en teoría debería servir para recomponer las cosas. En forzosa síntesis, los constitucionalistas andaluces dicen que la Constitución solo se hizo legítima a partir de que se votara el Estatuto de Andalucía. Que la Constitución es ilegítima de origen, pero legítima de uso. Más o menos.

Los dos frentes últimos, de ser aceptados, nos conducen a un nuevo proceso constituyente, porque parten de la consideración de ilegitimidad (sobrevenida u original) del texto. Cosa que no exige mucha carga de prueba para ser negada, si recordamos que la Constitución de 1978 es adánica, es decir, que no puede ser legítima en su sentido exacto, el que la RAE da a la palabra, porque no se basa en una ley anterior, sino en un acuerdo político de gran envergadura.

Benedicto XVI ha demostrado que se puede dejar un puesto como el suyo. Lo demás acaba siendo lo de siempre, o sea, política de largo plazo. Política en serio.

Pero da la impresión de que ni los dirigentes políticos ni sus partidos pasan por un buen momento para hacerla. Salvo ERC.

¿Vamos a un proceso constituyente? A abrir la caja de Pandora.

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