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Tribuna
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Función pública y competitividad

La gran tarea pendiente de este país es modernizar las Administraciones

Permítanme comenzar con una reflexión en cuanto a mis declaraciones sobre la función pública, que no niego; pero sí repudio la forma como han sido publicadas, porque han sido cortadas y, en consecuencia, manipuladas, quedando el mensaje final gravemente deformado. Si hablamos de la necesidad de regenerar la sociedad española en pleno siglo XXI, la premisa vale para todos: desde empresarios a trabajadores, desde políticos a periodistas. Si perdemos un mínimo de ética en la actuación diaria, podemos convertir este país en un lodazal de medias verdades, es decir, de falsedades, cuando conviene abrir debates, corregir errores, explicar, dar muchos pasos hacia delante y alguno hacia atrás. Y todo ello con tranquilidad e información, con templanza y transparencia.

Trataré de explicarme nuevamente, en los límites de este espacio. Primero y fundamental: los empresarios no tenemos nada en contra de la función pública, especialmente de aquellos que llegaron vía oposiciones, costándoles un esfuerzo importante. Ahora bien, una vez conseguida la plaza, deben seguir siendo evaluados, controlados y auditados en su desempeño de funciones de manera rigurosa, fiable y continua para mejorar su eficiencia. Probablemente en muchos casos su sueldo —que debería ser fijo con parte variable— es manifiestamente insuficiente como es el caso de jueces, magistrados, médicos, entre otros; algunos, por pura vocación, dan más de lo que debieran. Caso aparte son los políticos, buena parte de ellos muy buenos, que están por vocación y mal pagados, empezando por el presidente del Gobierno. Deberían ser menos y mejor retribuidos.

Quede claro que la mayoría de los funcionarios y empleados públicos son competentes, al igual que en otras profesiones; pero hay demasiados. No voy a entrar en debates comparativos, simplemente mostrar la realidad de los datos. El incremento del personal de las Administraciones públicas en las últimas décadas ha sido importante, y no se redujo el número en la Administración central tras el importante traspaso de competencias; por el contrario, se incrementó en exceso a nivel autonómico y local. Las estadísticas reflejan que este aumento también se produce en momentos de crisis, tanto en número como en crecimiento salarial, si bien es cierto que han realizado un esfuerzo importantísimo, especialmente este último año. Esfuerzo que venimos realizando en el sector privado desde hace tiempo.

En las últimas décadas hemos asistido a un proceso de traspaso de competencias considerable: casi 2.000 en los últimos 30 años han sido transferidas a las comunidades autónomas. Con este traspaso, muchos funcionarios y empleados públicos de la Administración central se han quedado sin funciones. Y, si no hay competencias, consecuentemente no hay funciones. Lo cual obligaría a la Administración a reestructurarse, tanto en la central, como en las Administraciones locales y autonómicas en las que, en muchos casos, se han generado duplicidades innecesarias que habrá que corregir para evitar el despilfarro. Cualquier cosa antes que la actual sensación de parálisis, de ausencia de coraje para abordar la necesaria reestructuración de la Administración pública, que consta de unos 22.000 organismos públicos, de los que menos del 8% están auditados, aunque es cierto que la ley no les obliga en muchos casos, por más que fuera deseable.

En consecuencia, habría que evaluar —al igual que en el sector privado— la necesidad de ciertas tareas de la función pública, teniendo en cuenta las posibilidades técnicas que brinda la sociedad de la información, y que la Administración no aprovecha en toda su magnitud. Un ejemplo positivo: la magnífica —casi insuperable— informatización de la Agencia Tributaria frente a la deficiente tecnología de la Administración de justicia, con una falta de medios clamorosa. ¿Quién es el culpable? No los funcionarios, sino quienes gestionaron cuando tenían responsabilidades políticas y no acometieron reformas en profundidad en las Administraciones, así como la propia tecnoestructura, por lo general muy complaciente.

No voy a entrar en el debate de si ciertos servicios son mejores teniendo carácter público o privado: debe ponderarse de manera rigurosa y actuar en consecuencia. Los empresarios pedimos que el dinero público se gestione con más rigor si cabe, ya que es dinero de todos. De ahí la necesidad de su control y evaluación, tratando de mejorar día a día su rentabilidad y eficacia; de realizar reformas en profundidad para dar servicios correctos a costes razonables, a sabiendas que éstos deben ir evolucionando, adaptándose a las necesidades en cada momento. Una Administración eficaz hace que un país sea más o menos competitivo.

Sobran leyes y normas (desde 1970 hay en vigor 23.304 normas estatales y, desde 1978, 125.675 normas autonómicas), son excesivas las páginas de los boletines autonómicos (715.099 en 2012) y a menudo se modifican antes de que se consoliden. Necesitamos urgentemente una justicia rápida, pues la demora la convierte en injusta.

Modernizar las Administraciones, mejorar la función pública es la gran tarea pendiente de nuestro país y del conjunto de la sociedad, pues la Administración constituye la primera empresa del país y, como tal, debe ser eficientemente gestionada. Y gestionar implica decidir, equivocarse para mejorar; hacer lo máximo con lo necesario. Si no dejamos gestionar, por muchos esfuerzos internos —que los hay—, seguiremos teniendo un sector público manifiestamente mejorable. Un exceso de coste que no nos podemos permitir. La salida de la crisis impone Administraciones competitivas, y de todo ello hay que hablar, debatir y proponer para alcanzar un mayor grado de optimización de recursos, de eficiencia y de costes.

Juan Rossell Lastortras es presidente de la CEOE

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