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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vaivenes con el Peñón

Los constantes cambios en la política española hacia Gibraltar no producen resultados

Londres lleva décadas, por no decir siglos, siguiendo una línea clara: conservar Gibraltar bajo su control y crear en lo posible situaciones de hecho que afiancen esta condición, como han hecho con la ocupación ilegal del istmo y su uso como aeropuerto, o ahora pretenden hacer con las aguas en torno al peñón. En ello les siguen los llanitos, aunque estos deberían interesarse más por una solución que integrara mejor sus vidas con el Campo de Gibraltar.

Si hay constancia por parte británica, la política española respecto a la Roca no deja de dar bandazos que no responden siquiera a cambios de mayoría parlamentaria sino de los propios ministros. Pasó, dentro del PP, con el relevo de Josep Piqué por Ana Palacio. Y ha vuelto a pasar con la llegada de José Manuel García-Margallo a Exteriores, renegando de las aperturas hacia los gibraltareños de su predecesor, el socialista Miguel Ángel Moratinos. Ni siquiera el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, parece querer implicarse en este dossier, seguramente consciente de que las inversiones cruzadas entre el Reino Unido y España importan más que la suerte del Peñón.

Cuando se van a cumplir tres siglos del Tratado de Utrecht por el que España cedió a la corona británica la soberanía de Gibraltar, este aparece cada vez más en el panorama europeo y mundial como un anacronismo colonial. Todos los frentes del contencioso —soberanía, fiscalidad, aguas y pesca y uso del aeropuerto, e integración de los vuelos en las últimas dimensiones del cielo único europeo— vuelven a estar abiertos. Sería deseable volver a encarrilar las diferencias, en beneficio tanto de los habitantes del Peñón —tras cuya voluntad se parapeta Londres— como de los del Campo de Gibraltar. Eso sí, con una postura consensuada y perseverante, de Estado, por parte española. Los constantes vaivenes han demostrado que no llevan a nada.

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