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El presidente y el nieto

La sociedad decretó un día que viejo era peor que joven y que para ser elegido había que estar recién salido del preuniversitario

Juan Cruz

Ningún presidente del Gobierno ha tenido un nieto mientras ha estado en el cargo.

Eso, imagino, no habrá tenido consecuencia alguna en el desarrollo de sus funciones. Sin embargo, las decisiones que tomaron, muchas de las cuales hubieron de hacerse en función de los nietos, pues gobernaban, y gobiernan, para el futuro, o eso se supone, tienen que ver con ese eslabón de la vida.

Y ninguno de ellos fue otra cosa que hijo, padre o nieto, no fueron abuelos mientras tanto. He pensado en este asunto no tan superficial leyendo las crónicas que escribió en julio de 1955 el mejor reportero de lengua española del siglo XX, Gabriel García Márquez.

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El Espectador, el periódico colombiano en el que trabajaba entonces quien sería premio Nobel en 1982, lo envió entonces a cubrir el encuentro de “los Cuatro Grandes” que se celebraba en Ginebra en medio de la indiferencia suiza. Estaban allí Eisenhower, Eden, Faure y Bulganin, disputándose el mundo cuando aún había cenizas sobre Europa.

Era tal el aburrimiento que producía aquello en Gabo que el periodista se dedicó, con mucho aprovechamiento, a mirar a los lados. Jon Lee Anderson, que ha seleccionado las crónicas de ese encuentro para el libro Gabo periodista que acaba de publicar la Fundación para el Nuevo Periodismo que preside García Márquez (edición Fondo de Cultura), subraya lo que hizo el reportero mientras alrededor no pasaba sino blablablá: describió el clima entre los periodistas, que aprovechaban para conocerse y para beber, se fijó en lo que hacían las primeras damas, subrayó con un enorme sentido del humor (“mamadera de gallo”, dicen los colombianos) los distintos sucesos que le dieron color (o sombra) a la cumbre... Y, además, se fijó en lo que hacía Eisenhower cuando tenía algún rato libre.

El presidente norteamericano, colige Gabo, “trabajó tres horas, dictó numerosas cartas, estudió infinidad de problemas y luego descansó en la terraza”. Hubo un fotógrafo que quiso registrar con teleobjetivo ese rato de asueto “y fue arrestado”. Y cuando ya nadie lo veía, o creía él que no era visto por nadie, el principal mandatario del mundo, que en ese momento tenía 65 años, se fue andando a un almacén de juguetes para comprar regalos para sus nietos, una muñeca y un aeroplano. “A lado y lado del puente, también a pie, entre la multitud indiferente y los jóvenes ciclistas que pasaban cantando, iban sus enormes ángeles guardianes con el pecho abultado por las ametralladoras”. Al extremo del puente, Eisenhower levantó la vista y en la acera de enfrente vio el letrero de la juguetería. Superó los otros almacenes, de licores, de vestidos, de lencería, pero él tenía destino fijo: la juguetería, que se llamaba La Cochinelle. Preguntó por el dueño y se fijó en lo que quería: “Una muñeca y un aeroplano de juguete”.

Entre nosotros no hemos tenido abuelos presidentes; no los han dejado ser presidentes cuando ya eran abuelos porque la sociedad decretó un día que viejo era peor que joven, y que para ser elegido había que estar recién salido del preuniversitario. Acaso por esa ignorancia de la edad futura el presente es tan raro, porque los presidentes no han tenido oportunidad de elegir los juguetes de los nietos.

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