¿Es la competitividad de izquierdas?
Hay que generar riqueza para aspirar a un futuro con un mínimo de bienestar
La competitividad es un concepto que para muchos refleja una visión agresiva, mercantilista, de la realidad. Para otros es una necesidad, no ya para la salida de la crisis, que por supuesto, sino para ubicar a cualquier país en el siglo XXI. La conclusión aparente entre estos dos enfoques es que la izquierda tiene un reto, porque ningún país puede aspirar a un futuro con un mínimo de bienestar si antes no acota en qué aspectos puede aportar y generar riqueza en una economía mundial integrada. Debemos, por tanto, hacer un esfuerzo para imaginar visiones progresistas de la competitividad. Veamos dos posibilidades.
Dentro de la izquierda norteamericana hay una tradición liberal y competitiva que centra su izquierdismo en el rechazo a las herencias. En este enfoque, el triunfo gracias al esfuerzo personal, a la asunción de riesgos y a las propias aptitudes es parte fundamental de la sal de la vida. La competencia es un valor en sí mismo y el atractivo de competir y ganar es tal que no requiere de grandes premios económicos, pero sí del reconocimiento social porque ese esfuerzo nos hace mejores a todos. Para alguien con esa mentalidad deportiva no es necesario machacar al perdedor, que tiene que tener el reconocimiento de haberlo intentado y el estímulo para mejorar y volver. Por supuesto, lo mejor que se puede hacer por un hijo es prepararlo para la vida, y no aburguesarlo con lujos y herencias que solo lo incapacitan para la cultura del esfuerzo. Esta tradición se ve a sí misma como lo contrario al conservadurismo europeo que no arriesga (ni pobres ni ricos) y hereda la posición social. Por eso hay tantos millonarios en EE UU que firman a favor de impuestos a las herencias y que están a favor de un cierto Estado de bienestar, siempre que la red no haga que la gente se quede tumbada en ella en lugar de esforzarse por saltar.
No es compatible la protección alemana con la flexibilidad americana
En Europa, la tradición de una visión progresista de la competitividad es muy diferente. El socialismo ha desarrollado al menos desde los tiempos de Robert Owen la idea de que el conjunto de la sociedad puede organizar la producción de manera eficiente si los trabajadores tienen la capacidad de decisión necesaria. En este caso el centro no es la competencia entre individuos, sino la competitividad de sociedades cohesionadas. Los trabajadores rechazan el absentismo y a los que se escaquean cuando entienden que el proyecto empresarial les es propio, de la misma forma en que rechazan a los defraudadores cuando perciben que ellos son las víctimas de ese fraude. En una sociedad ideal el trabajador no se limita a exigir al Estado o a la empresa sus derechos, sino que él es parte esencial de la toma de decisiones en el Estado y en la empresa. La tan cacareada flexibilidad que exige la derecha significa en el diccionario “capacidad para doblarse sin partirse”; lo que necesitamos es elasticidad, “capacidad para recuperar la forma tras cesar la fuerza que la deformaba”. Para ello los trabajadores necesitan el control de ciertas decisiones en la empresa. Las cooperativas reaccionan mejor a una crisis porque los ingresos de sus trabajadores caen de manera menos conflictiva, porque conocen la situación y tienen la capacidad de recuperar sus ingresos cuando las cosas mejoren. La cogestión en países como Alemania apunta en la misma dirección. La clave del éxito de comunidades autónomas como la del País Vasco es la implicación de los trabajadores, porque eso da lugar a empresas que apuestan más por la calidad y la formación que por el crecimiento rápido (del crecimiento rápido se benefician los capitalistas y otros trabajadores, pero sus riesgos los padecen los actuales, que por eso son remisos).
Las diferencias entre ambos continentes han generado ecosistemas distintos. Las empresas alemanas son más estables y tras 120 años siguen liderando sectores como el automóvil o la electrónica, porque basan su progreso en la innovación de procesos para mejorar el producto existente, y ahí la calidad y la implicación de los trabajadores es fundamental. En Estados Unidos las mayores empresas cambian continuamente porque el modelo prima la innovación de producto y facilita el crecimiento rápido de las empresas guiado por un empresario rupturista en su visión. Los dos ecosistemas funcionan y pueden acoger visiones progresistas. Lo que no es posible es querer progresar con partes incompatibles de ambos modelos, protección alemana y flexibilidad americana nos lleva a no ser ni competitivos ni equitativos, y ahí es donde la izquierda española tiene un amplio camino de renovación pendiente. En caso contrario, hace creer a los ciudadanos que la competitividad necesaria solo es posible de la mano de la derecha, recortando derechos y compitiendo con los nuevos países industrializados en una carrera que nunca podemos ganar. En cualquier caso, cómo compatibilizar el futuro de la economía española con la lucha por una sociedad más justa y democrática es el principal reto pendiente para una renovación ideológica inaplazable.
En el caso español, hay una coincidencia entre el reto de la adaptación ideológica con el de la economía
En el caso español, hay una coincidencia entre el reto de la adaptación ideológica de la izquierda con los retos de la economía española, porque cuando se concluye que hay que apostar por el crecimiento económico, a continuación la pregunta relevante es de dónde va a venir ese crecimiento, desde mi punto de vista la respuesta es clara: de una mayor competitividad de la economía española. De una parte, diseñando instituciones con reglas claras y transparentes que eliminen el amiguismo y todo tipo de privilegios, primando la igualdad real de oportunidades ex-ante. Y de otra, el factor relacionado con la competitividad y la internacionalización sobre el que más ha insistido la literatura económica de la última década es el tamaño de empresa. Precisamente la dimensión de la empresa juega un papel muy importante para exportar más variedades, más productos, más sofisticados, más cantidades y a más países; pero también permite unas relaciones laborales más equilibradas, con una mayor participación de los trabajadores en la toma de decisiones, una menor temporalidad y unos trabajadores más cualificados con salarios más altos. Por tanto, es posible imaginar y concretar visiones progresistas de la competitividad que permitan sacrificios de los trabajadores, en el corto plazo, a cambio de una mayor reciprocidad en la toma de decisiones de la empresa y de los beneficios futuros. Ello no solo solventaría los problemas financieros de la empresa, sino que además contribuiría a hacerlas más innovadoras y más eficientes para el futuro.
Pedro Saura García es portavoz de Hacienda del Grupo Socialista y profesor Titular de Análisis Económico de la Universidad de Murcia.
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