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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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¿Federalismo sin federalistas?

La posibilidad de reformar el diseño de España y la UE para federalizarlas de verdad está limitada tanto por factores económicos como por las consecuencias políticas de estrategias pasadas. Ese es el principal desafío

EULOGIA MERLE

La interminable crisis de la deuda y el auge independentista en Cataluña han provocado un redescubrimiento de las virtudes del federalismo. Desde Tocqueville a la moderna teoría económica, el federalismo se celebra como la mejor fórmula para garantizar gobiernos y mercados eficientes. Ciudadanos y empresas pueden limitar la tendencia de los gobiernos a crecer innecesariamente y despilfarrar en la compra de lealtades simplemente “votando con los pies”. Bien diseñado, el federalismo no es sólo un pacto de lealtad entre partes que ceden soberanía. Es sobre todo un mecanismo de coordinación de esfuerzos frente a problemas comunes (normalmente exteriores, como las guerras), que genera economías de escala a la vez que permite gestionar de forma descentralizada las necesidades específicas de los distintos territorios. Precisamente por esta última característica, algunos especialistas argumentan que el federalismo es también la mejor manera de gestionar la estabilidad institucional en contextos multinacionales. Frente a esta ilusión federal, el análisis comparado muestra una realidad más compleja, donde, como casi siempre, el problema está en los detalles. Por eso es necesario preguntarse cuáles son las condiciones para que el federalismo sea una alternativa viable en origen y sostenible en el tiempo.

El federalismo surge como un contrato voluntario entre iguales, como un sacrificio de soberanía en pro de un bien político superior. En el caso de Estados Unidos, ese bien fue la defensa frente al expolio fiscal y militar. Una vez formada, la federación tarda muchas décadas en consolidarse, y lo hace en un contexto de tensión permanente entre sus miembros, con una guerra civil de por medio. Cuando llega la crisis del 29 y durante el período de entreguerras, la unión política no se cuestiona y la federación ajusta su diseño a la nueva realidad económica. Se avanza en la integración fiscal con la creación de la Seguridad Social y la expansión del sector público aun respetando la autonomía de los Estados (para diseñar sus propios sistemas de seguro de desempleo, por ejemplo). Vista en perspectiva, la historia de las federaciones nos deja una lección muy relevante: la lealtad federal, el compromiso con el colectivo más allá de la soberanía particular de cada Estado, ha de alimentarse a través de la construcción de un diseño justo en lo político y en lo económico.

Hay que preguntarse cuáles son las condiciones para que sea una alternativa viable

En lo político, un diseño justo implica no solo la protección de la autonomía política de los Estados, sino su participación real a través del sistema de representación en la formación de la voluntad política del conjunto de la federación. Así se evita la tiranía de la mayoría. Al mismo tiempo, la influencia de los territorios ha de equilibrarse con la de los ciudadanos, de forma que ningún territorio pueda bloquear la agenda política sine die o vender su veto demasiado caro. Así se evita la tiranía de la minoría.

En lo económico, un diseño justo implica que la distribución de los costes y los beneficios dentro de la unión es equilibrada a largo plazo. La idea es que el gobierno federal opera como un mecanismo de seguro que redistribuye los recursos a aquellas partes del territorio que más lo necesitan en cada momento. Si todos los Estados necesitan ayuda como consecuencia de una crisis generalizada, como ocurrió en la Gran Depresión, el gobierno federal acumula poder e interviene para ayudar a los Estados miembros. Si los problemas están más concentrados territorialmente, se produce una redistribución desde las zonas más productivas a las más necesitadas en ese momento. Cuando la General Motors dominaba el mercado de coches, Michigan necesitaba poca ayuda del gobierno federal. Hoy, una parte de las posibilidades de reelección de Obama dependen de su gestión para ayudar al sector, y por tanto a Michigan, a remontar la crisis. La estabilidad institucional se basa en que todos los miembros asuman que en cualquier momento pueden ser ellos los que necesitan la ayuda del resto. De lo contrario, si una parte de la federación siempre paga y la otra siempre recibe, la lealtad federal se deteriora y el conflicto está servido. El conflicto será tanto más intenso cuanto mayor sea la desigualdad entre los territorios y cuanto más heterogéneas sean las identidades nacionales dentro de la unión.

A día de hoy ni España ni la Unión Europea son federaciones en lo político. Además, presentan un alto grado de desigualdad entre sus territorios, y son muy heterogéneas en términos de identidades nacionales. En este contexto, la posibilidad de reformar el diseño de ambas para federalizarlas de verdad está limitada tanto por factores económicos como por las consecuencias políticas de estrategias pasadas. Ese es el principal desafío al que se enfrentan los que ven en el federalismo la solución a los problemas de España y Europa.

En el caso de España y Cataluña, tarde piace. Al escuchar a algunos dirigentes socialistas, uno se acuerda de Santa Bárbara. Si los partidos nacionales hubiesen aceptado en su momento una redefinición propiamente federal, es decir, un sistema que institucionaliza la capacidad de los territorios para influir la legislación y las políticas del gobierno central, y un reparto más justo de los recursos en la organización fiscal del Estado, la situación sería bastante diferente. En lugar de esta vía, la opción preferida siempre ha sido la de proteger el statu quo. La sentencia sobre el Estatut se celebró como un triunfo del Estado frente al tripartito catalán y la voluntad expresa del 90% del Parlament fue aquilatada por un Tribunal Constitucional jaleado como la reserva última del sentido común. Esta decisión y las actitudes asociadas marcaron un cambio de tendencia en los niveles de apoyo al independentismo en Cataluña. Sobre esta base, la crisis pone el resto. A la constatación de que es imposible reformar el statu quo desde dentro, se suma la percepción de que la austeridad impuesta desde Madrid y Bruselas se basa en un sistema que redistribuye en exceso al resto del Estado. Como resultado, la idea de que es necesario soltar lastre ha calado hondo en amplios sectores de la población que hasta hace poco no eran independentistas. ¿Cabe esperar que estos sectores, movilizados ahora en favor de la independencia, se conformen con una propuesta de federalización del Estado de las Autonomías? Parece muy dudoso, incluso en el utópico caso de que dicha propuesta fuese contemplada por el gobierno de Rajoy.

En España nadie quiere arriesgarse por el bien de un mejor diseño de la unión

Por su parte, la Unión Europea sigue atrapada en un conflicto entre aquellos que entienden la integración como austeridad para controlar la inflación y aquellos que demandan una mayor redistribución de recursos para favorecer el crecimiento y el empleo. Los primeros olvidan su pasado (no hace tanto que Alemania ignoró el Pacto de Estabilidad) y abrazan ahora la retórica de la eficiencia para negarse, desde su capacidad de veto, a socializar los riesgos propios de una unión monetaria económicamente tan heterogénea como la UE. Los segundos trampean, ahogados en una espiral en la que carecen de autonomía (monetaria o fiscal) al tiempo que se les niegan recursos para atender a una ciudadanía cada vez más cansada. Paradójicamente, una salida federal a la crisis solo parece viable si la estrategia de la austeridad acaba rompiendo el euro y genera un efecto bumerán en todas las economías europeas. Por el contrario, en la medida en que las consecuencias de la crisis y la capacidad fiscal de los Estados miembros sigan siendo desiguales, seguiremos viendo dosis mínimas de oxígeno para garantizar la supervivencia del euro. No habrá recapitalización de la deuda ni integración fiscal. Al tiempo, los gobiernos como el español irán tirando con parches presupuestarios de fácil ejecución, evitando reformas institucionales de calado, y con la vista puesta en la próxima cita electoral (de ahí, por ejemplo, el retraso en la petición de rescate). Ambas estrategias se retroalimentan, socavando la posibilidad de que surja nada parecido a la confianza federal.

Como en España, donde la unión fiscal se ha reformado siempre a base de luchas y parches a corto plazo, nadie quiere arriesgarse por el bien de un mejor diseño de la unión. En ausencia de amenazas externas compartidas, las reglas de la democracia imponen la miopía, cercenando la posibilidad de intentar siquiera negociar un contrato federal justo. A pesar de sus muchas virtudes, el federalismo sin federalistas es un dibujo imposible.

Pablo Beramendi es profesor de Ciencia Política en Duke University.

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